El maltrato presidencial

Las Ventas levantaba el telón de la temporada taurina. Reestreno de Taurodelta como empresa. Una tarde primaveral, más de mayo que de marzo. Una bonita novillada de Carmen Segovia. O lo que debe ser una novillada de Madrid como estereotipo, lejos de exageraciones. Con su cara, ojo. La entrada superior a la esperada: unas 7.000 personas. Un cartel atractivo con el regreso de Sergio Flores y el debut de Fernando Adrián. Y en el palco del César, Manuel Muñoz Infante, con el peso del pulgar hacia abajo. Flores y Adrián quedarían al final unidos e igualados por el maltrato presidencial, sólo por eso. 

Muñoz Infante no es Julio Martínez ni Trinidad. O al menos en superior estima se le considera. Y su experiencia se ha contrastado en diferentes momentos. Ayer se puso a contar pañuelos, arrastrada la faena de Flores, como si la oreja a entregar fuese la propia. No descontó la tropa de extranjería, que no sabe cómo funciona el invento, ni el cuarto y mitad de la plebe dominical que perdió la costumbre del moquero a la muerte del abuelo.

Pero sobre todo no contó cómo había toreado Sergio Flores. De encajado por la mano derecha en series crecientes; de expresivo al natural; de soberbio en los pases de pecho. Actor, el novillo de Segovia, un tacazo de hechuras, era incluso demasiado bueno de tan pastueño, sin esa chispa que trepa con más fuerza en Madrid. La frialdad de la peña se descongeló en la coda de la faena: Flores le trenzó sin enmendarse muletazos emotivos y lo despenó por todo lo alto. Muñoz Infante agarró el ábaco y le echó la cuentas al chaval, que reaparecía en el ruedo venteño de una cornada que le atravesó el cuello en este mismo escenario. De ahí, mi querido presidente, que el rajado cuarto se lo brindase al equipo médico. Y con el orgullo dolido lo sujetase en los medios y le cosiese una par de tandas de naturales por abajo. Por donde es. 

Consciente, creo, de que había errado, decidió don Manuel no caer en un agravio comparativo con Adrián. Y en el sexto, de mejor inicio que final de viaje, también le negó una oreja a su ardor, a su fibra y a una mayoría aplastante ahora de pañuelos. O sea, error sobre error. No se trataba de regalar nada, ni mucho menos el prestigio de Las Ventas, que ya caerá en días mayores; sí de empujar un poquito, hacerlo en justicia, con afición. 

Tulio Salguero disfrutó de un quinto de nota. No tanto, quizá, como el primero, pero en ese aire. Lejos del complicado tercero o del apagado segundo. De un inicio con transmisión cayó el novel Salguero en una cierta monotonía de lugares comunes. No dio opción a que Muñoz Infante se volviera a equivocar.

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