Un vuelo de color

Casi un siglo de vida. Fértil y movida. Marc Chagall falleció a los 97 años en Saint-Paul de Vence, un delicioso pueblecito francés de aspecto medieval, cercano a Niza y situado en lo alto de una colina, en un luminoso paisaje de viñedos, olivos y flores. Un ataque al corazón, en 1985, después de un día tranquilo en su estudio, acabó con la existencia del último representante de la antigua modernidad pictórica. Eso dijeron las crónicas periodísticas.

Muertos Picasso (a los 91) y Miró (a los 90), desaparecía el último superviviente de las corrientes transformadoras de la pintura de la centuria que, cualquiera diría, parecieron llevar aparejadas un certificado de longevidad. 

El camino hacia la placidez de Saint-Paul de Vence, donde Chagall vivió durante dos décadas, no fue fácil para un judío que se vio envuelto en dos guerras mundiales y en la Revolución Soviética. Chagall nació en la comunidad hebrea de la pequeña población de Vitbeks, hoy situada en Bielorrusia. Fue el mayor de nueve hermanos de una pobre familia. El padre se dedicaba al comercio del arenque. Los judíos, muy abundantes, vivían segregados, tenían interceptado el paso a la escuela pública y sobre ellos pesaba la prohibición de representar el mundo en imágenes. Fueron los primeros, y no leves, obstáculos que Chagall hubo de superar, con la ayuda de su sorprendida y enérgica madre, para formarse como persona y como pintor. 

La pintura de Marc Chagall permaneció de por vida instalada en el recuerdo de la aldea judía y de la infancia, en el universo icónico y literario de la tradición y de la religión judías. En Vitbeks -y esto es muy importante- predominaba una variable del judaísmo que es el Jasidismo. El Jasidismo, entre otras pautas, se fundamenta en los principios de la piedad, la bondad y, lo que se deriva de ambas y del contacto estrecho con Dios, la alegría. Algunos han señalado las coincidencias del Jasidismo -por contacto histórico- con las doctrinas de San Francisco de Asís, una pista más para comprender las raíces de la pintura de Chagall: el ingenuismo infantilista y juguetón, los animales antropomorfizados, las flores, el campo… 

Apoyado por un mentor, Chagall llegó a París con una beca en 1910 y se topó, en una primera estancia de cuatro años, con el bullicioso auge del Fauvismo y del Cubismo. Los expertos señalan sus conexiones con estos movimientos, pero también el deliberado carácter de isla externa de Chagall respecto a ellos. Del mismo modo que, años después, y pese a las concomitancias -la caótica atmósfera onírica, el rechazo de la representación realista-, Chagall tampoco tuvo una inserción oficial en el Surrealismo. 
Quiso darse un garbeo por su pueblo, en busca de su amada y amiga de infancia, hacia 1914, y se le cerraron las fronteras para su regreso a París por el estallido de la Primera Guerra Mundial. Chagall se casó, en 1915, con Bella Rosenfeld, el amor de su vida, con la que tendría una hija, Ida. Numerosos cuadros dan testimonio exaltante de ese amor y de esa relación familiar, que se eleva sobre el suelo y, como en el caso de otros personajes, vuela sobre los tejados y por los cielos. 

Chagall se apunta al entusiasmo de la Revolución Soviética y opta por un cargo artístico oficial en su pueblo natal, menor del que le ofrecían. No las tiene todas consigo. Es acusado de «burgués» por su colega Malevich -el suprematista de los círculos y los polígonos- y, tras un paso breve por Moscú, se va de Rusia antes de que el estalinismo y el Realismo Socialista acaben con él. 

Vuelta a París, y viajes por muchos países, notoriamente por Palestina y por España (Tossa de Mar), donde se queda flipado con las pinturas de El Greco. Chagall escribe con prontitud sus memorias, Mi vida (El Acantaliado), publicadas en su primera versión en 1931. En el Thyssen vemos muchos trabajos de ese período, que le consagran en Europa. El que siempre aparece, Ambroise Voillard, le proporciona encargos para ilustrar la Biblia -el gran tema de su pintura-, las Fábulas de La Fontaine y Las almas muertas, de Gogol. 

Los nazis, que se burlan de su obra, invaden Francia, y el gobierno de Vichy se pliega a depurar a los judíos. Chagall se había movido prudentemente de París a Gordes, pero vivía sin enterarse del peligro. Por la insistencia de su hija, será evacuado, in extremis, y salvará su vida viajando a Nueva York en 1941. 

Los años de Nueva York, hasta 1948, serán tan fructíferos como, en buena parte, dolorosos. Se abre a nuevas experiencias como escenógrafo de ballets, pero vive con espanto el curso de la guerra, el Holocausto y la noticia de la destrucción de su pueblo por las tropas alemanas. En 1944, por una infección mal tratada, muere Bella. Deja de pintar durante un año. Su colorista pintura se oscurece, se hace más dramática, refleja, a su modo, su sufrimiento y el del mundo. 

En 1948, Chagall regresa a Francia. Se ha casado con Virginia Haggard, sobrina nieta de Henry Rider Haggard -el creador de Las minas del rey Salomón-, con quien tendrá un hijo. Las cosas no van bien entre ellos. Virginia lo abandona por un fotógrafo. Han durado siete años. Sin embargo, en los años 50, las exposiciones y los reconocimientos de Chagall se extienden por Europa y Estados Unidos. 

Su hija, Ida, no ve bien a su padre en soledad y maniobra para un tercer matrimonio. Chagall se casa, en 1952, por tercera vez, con Valentina Brodsky, de la que se divorciará para volverse a casar inmediatamente con ella. Según Jackie Wullschlager, una de sus biógrafos, Vava -como es conocida y como aparece en los cuadros del pintor- reclamaba determinadas funciones en la pareja, que le fueron finalmente concedidas por el pintor. A juicio de Wullschlager, esas funciones tenían que ver, entre otros aspectos, con ser su agente y marchante, con llevar sus negocios. 

Ceramista y escultor también, Chagall se abrió, en la última etapa, a los grandes encargos institucionales y monumentales: vidrieras de iglesias y edificios, techos y decoraciones murales. Así hizo, entre otros, sus frescos para la Ópera de Nueva York y -a solicitud polémica de André Malraux- la Ópera de París. 
El pobre niño del geto de Vitebks murió multimillonario. La casualidad quiso que un judío que pasaba por allí recitara una oración judía en su entierro.

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