Bob Dylan se mete a artista

A Bob Dylan no le gusta el sol. Al menos, mientras visita Euskadi. Eso sí, el bardo de Minnesota logra que la lluvia, que tradicionalmente amenaza los prolegómenos de sus conciertos vascos, se mantenga en poco más que nubosidad poco veraniega y no arruine sus contundentes aunque impasibles puestas en escena. Ocurrió en la Zurriola donostiarra, allá por 2006. También en 2010 en el Azkena Rock Festival vitoriano (aunque en aquella ocasión las nubes descargaran justo al final del show). Y, cómo no, las condiciones climatológicas se repitieron ayer, durante la segunda actuación de Dylan en territorio vizcaíno, como inicio de su trilogía escénica en España. 

Haciendo bueno el infinito nombre inventado allá por el epílogo de la década de los 80 (del pasado siglo) con el que desgastar escenarios, Never ending tour, gira con la que ya ha dado varias veces la vuelta al mundo, el abuelo Bob y sus 71 años abrieron anoche en la capital vizcaína la trilogía de conciertos a celebrar en territorio patrio durante el presente año. Benicassim (Castellón) y su festival de pop-rock alternativo (indie le dicen) mañana viernes y Cap Roig (Girona) el sábado 14 ya le esperan con los pabellones auditivos bien alerta. 

¿La disculpa para el bolo del norteamericano a orillas del Cantábrico? El decimoquinto aniversario de la sucursal bilbaína del Guggenheim, a cuya vera se dispuso el tablao, además de un aforo ampliado a 7.500 plazas (de las 5.000 inicialmente previstas) ante la demanda popular. Un paraje adecuado dada la afición pictórica del músico norteamericano -de hecho visitó en el Guggenheim la obra de David Hockney, un artista británico que no conocía pero con cuya obra afirmó sentirse identificado- en sus largos periodos de recogimiento y huida de los decibelios. 

Sin olvidar que, a partir de esta misma tarde y hasta el próximo sábado, cerca de medio centenar de bandas, entre las que destacan The Cure, Radiohead y Garbage, desplegarán lo mejor de sus respectivos repertorios dentro del cartel de la séptima edición del Bilbao BBK Live. Excelentes argumentos para mantener a Bilbao en el mapamundi del circuito musical de las más destacadas luminarias del negocio del rock mundial. 
Y el de Minnesota lo es. Al menos, en la faceta artística. Otra cosa es el aspecto humano del que parece carecer este cascarrabias que tiene por costumbre impedir la toma de fotografías en sus conciertos para desesperación de los reporteros gráficos así como el quiebro a cualquier anfitrión del lugar que pueda cruzarse en su deambular. Preámbulos oscurantistas que cumplió a rajatabla, una vez más, a la vera del museo vizcaíno salvo por esa ya citada visita en la que se rompieron, por cierto, todos los protocolos habituales. 

Minutos antes de las 21.00 horas y procedente del reputado Festival de Jazz de Montreux (Suiza), Dylan accedió al lugar embarcado en uno de los dos autobuses negros con los que hace bueno su Tour Interminable, junto a su quinteto de fieles escuderos: Charlie Sexton (guitarras), Stuart Kimball (guitarra rítmica), Donnie Herron (violín, pedal steel, mandolina), Tony Garnier (bajo y contrabajo) y George Recile (batería). 
Una banda de apariencias elegantes y compenetración voluntariamente zarrapastrosa, a juego con la siempre rugosa (lo de nasal pasó a la historia) y áspera voz de un Dylan ajeno a las emociones. Y con diez minutos de retraso sobre el horario anunciado, alcanzó el escenario al ritmo de Leopard-Skin Pill Box Hat, impolutamente trajeado con americana negra y pantalón blanco, a juego con su inseparable sombrero blanco nuclear.

En Man in the long black coat, sacó a pasear su particular forma de soplar lengüetas armónicas impulsando un ritmo acelerado que ya no abandonaría a lo largo de todo el show. Quizás como contrapunto al ritmo retenido y jazzero que desarrolló en su concierto precedente en Suiza. El quinteto, uniformado de gris perla, ejerció una vez más de contrapunto ideal, entre reconcentrado y ligeramente despistado. Partícipes anónimos, junto al público, del Adivina-adivinanza en que se suelen convertir los directos del de Minnesota. Es pública su costumbre por variar (destrozar según la versión menos amable, reinventar según la lectura más vehemente) sus propios temas, hasta hacerlos poco menos que irreconocibles. 

Things have changed, Tangled up in blue o Cry a while, fueron entonadas con esa voz de feriante cazallero -que combinó con armónica, solos de piano y apenas rasgueo guitarrero- e inyectadas directamente en las venas del respetable. Sin aditamentos ni truquitos en forma de pantallitas, fuegos de artificio, cohetes lunares o luces estupefacientes. Al grano, como el viejo Dylan y su troupe demuestran en cada cuerpo a cuerpo. 
Entre los clásicos obligados, no faltaron a la convocatoria bilbaína cantos como Don't think twice, It's allright, Highway 61 revisited, Like a rolling stone, All along the watchtower y ya, en el territorio extra, la siempre inconfundible Blowin' in the wind.

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