Juan de Pareja nacido para la inmortalidad

Ya está aquí. Dulce y altivo, sobrio de atuendo y revuelto de cabellera, levemente esquinado en el mirar y mullido y cálido de labios, anfibio entre los rescoldos de una lejana esclavitud y los brillos repentinos del estrellato. Juan de Pareja, como un zagalón ceutí que hubiera ascendido y envejecido de pronto entre los ruidosos y carísimos desvaríos de Manhattan, ha consentido en volver al Foro, controlado el poderío, pero bien aprendida la lección de primerísima vedette -en este caso, de la cuerda de Lina Morgan- en el espectáculo velazqueño que nos va a poner a todos a levitar. Bienvenido a casa. 

Tiene este Juan de Pareja cara de resentimiento cariñoso y esa expresión contenida y voluntariosa de los emigrantes hispanos o bereberes que se plantan en el Bronx dispuestos a ser lo más, sin hacer concesiones a lo folclórico; es como Grace Jones, pero en ibérico y esquemático.

Es, sin duda, uno de los nuestros. Por mucho «metropolitan glamour» y por más conocimientos cosmopolitas que, en la enloquecida Nueva York, le haya proporcionado el refinadísimo Philippe de Montbello, Juan de Pareja ha tenido el buen gusto, en su regreso -ay, provisional, de comportarse como un indiano de los de siempre, discreto y deslumbrante a la vez, medio escaqueado entre los movedizos marrones de su indumentaria y los trazos espigados, disconformes, premonitorios que le ventilan el careto, que le suavizan unas medio ocultas ganas de morder. Para ser la primera vez que se instala entre nosotros, es como si lo conociéramos de toda la vida. 

Nacido a la inmortalidad desde el entorno doméstico del pintor, segregado del bullerío cotidiano del genio como un ejercicio equívoco entre el desafío, la gratitud y la misericordia, acabó emigrando como si fuera Pedrito Rico y alimentó un resquemor melancólico, ya indeleble, hasta que se vio de pronto cubierto de primeras planas y pujas fabulosas. Ahora le tratan como a un pachá, pero a nosotros, los suyos, no nos da gato por liebre. Tiene Juan de Pareja, en el espejo poderoso del talento de Velázquez, un bronco y al tiempo delicado resplandor de raíz agraria y magrebí, una textura de labrantía y vagabundeo, la controlada dejadez del aguador, el aura turbia, salina, desordenada de quien vuelve en un juanelo tras pasar el día en altamar, y el interior nervudo, apenas sofocado por. las sayas, del que acaba de salir del pozo de carbón. 

Es como Antonio Molina cantando «Soy minero» en una de Cifesa. En esos ojos intensos como la voz de Camarón, en esa boca generosa y necesitada como la melena de El Prendimiento -el Cristo del viernes santo de los gitanos de Jerez, está lo más veraz y cabezón del alma de Velázquez, lo más díscolo de cada uno de nosotros. Todo lo demás es encaje y musculatura; lo siento, pero hay más luz, y una luz más briosa y torturada, en las pupilas de ese hombre, que en todos los vulcanos y meninas y en todos los jardines villamédicis de los que el genio puede, con razón, alardear. Ahora lo tenemos con nosotros. Cierto que está tan sólo de visita. 

Pero en este encuentro inaugural y cara a cara con Juan de Pareja, el hijo pródigo y finalmente acaudalado que ahora ha vuelto, en esta celebración en casa del tú a tú, una sensualidad oscura y transgresora va a instalarse en la mirada de quien, nada más entrar en la exposición, tenga el buen criterio de irse derecho a disfutar con él. Con su hermosura menestral, meridional, cálida y mestiza.

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