Alfonso Guerra y Felipe Gonzalez pecaron también

Pasada la borrasca del querellazo-puyazo del fiscal Torres Boursault, que pinchó en hueso, voy a contar un par de «sucedidos». En estos días, me vinieron varias veces a la punta de la pluma... pero me los callé por no embroncar más la cosa. Advierto que lo que hoy traigo al papel ocurrió hace más de cinco años. Judicialmente, pues, es materia inerte, cosa prescrita, agua pasada que no mueve molino. Pero no está de más recomendar a nuestros gobernantes que, la próxima vez, antes de lanzar la piedra se palpen la conciencia y rastreen en su memoria. La hemeroteca es aula de muy sabia prudencia. De cuando en cuando, conviene detenerse un rato allí. La famosa y desestimada querella del fiscal del Estado pretendía haber leído en las páginas de este periódico la imputación de un doble delito al Gobierno: prevaricación por el «favoritismo» de conceder una desmesurada subvención a cierta empresa relacionada con Juan Guerra; y violación del deber de guardar secreto porque algún miembro del Consejo de Ministros reveló el contenido de la sesión. ¡Vivir para ver!.

Yo supongo que Alfonso Guerra recordará cierta cena organizada por tres mujeres, Helga Soto, Maria Antonia Iglesias y quien firma esta crónica, a la que asistió un importante racimo de periodistas... sin otro ánimo que el de arroparle moralmente y hacerle saber que con nuestras plumas le defenderíamos «si las cosas se ponían mal para él». Esto ocurría en febrero de 1982. En las mismísimas visperas de iniciarse el Consejo de Guerra contra los encausados por el intento de golpe de Estado del «23-F». El «número dos» del PSOE, todavía en la oposición, había declarado en público -con inoportunidad evidente- que el juicio iba a ser «una farsa». Como es natural, los miembros del Consejo Supremo de Justicia Militar, constituido en Tribunal de Justicia, estimaron esas palabras como una injuria que prejuzgaba sus intenciones y les atribuía el ánimo premeditado de falsear los juicios o hacer simulacros de legalidad o aplicar sentencias injustas: Por decirlo con precisión contundente: los diecisiete juzgadores militares se sintieron acusados de prevaricación. 

Doy fé de que se tensaron los nervios en las capas más altas del estamento castrense. Leopoldo Calvo Sotelo, presidente del Gobierno, Alberto Oliart, ministro de Defensa, y Gil Albert, fiscal general del Estado, en aquellas fechas, pueden no ya confirmar mis palabras, sino rememorar los esfuerzos templadores de ánimos que hubieron de hacer para que no se moviese ni un sólo papel. Y, en efecto, así fué: nadie procedió contra el lenguaraz Alfonso Guerra. Y lo suyo era una imputación de prevaricación... ¡como un piano!. El otro suceso tiene como escenario «la bodeguilla», en el subsuelo del Palacio de la Moncloa.

Reunión informal de las seis periodistas que componíamos «Los desayunos del Ritz», con Felipe González. Fecha: 23 de marzo, que aquel año de 1984 cayó en viernes. Por entonces, los consejos de ministros se celebraban los miércoles. Y en el último, del dia 21, se había decidido la adjudicación, por venta, del Banco Atlántico, «la perla sana» de la Rumasa expropiada, a los banqueros árabes sauditas del rey Jaled y a los libios de Gadaffi, con una cuña de participación española, representada por el Banco Exterior cuyo presidente era, a la sazón, Paco Fernández Ordóñez. 

Entre los aspirantes a la opción de compra estaba el Bilbao, de Sánchez Asiaín, respaldado interesadamente por el Bank of America. Y bien, del 21 al 23 del mes que digo, la «comidilla» de las tertulias madrileñas no era otra que esta importante decisión reprivatizadora. Repesco en mi memoria aquella escena. Es una mañana tibia. Felipe González viste «blazier» azul marino, camisa celeste y pantalón gris de franela. Salimos del palacete de la Moncloa y, pisando césped y grava, descendemos por unas escaleras empedradas que nos llevan a «la bodeguilla». El presidente nos explica que «aquí es donde se grabó el otro día mi "charla junto a la chimenea", para la televisión». Crepitan los leños. Han encendido unas luces amortiguadas, sobre los abovedados muros de ladrillo rojizo. En una cava rinconera se apilan las botellas de jerez y de rioja... Nos sentamos en unos amplios sofás bajos, cerca del fuego. Felipe escoge un cigarro puro, un «cohiba» de los que, al menos en aquel tiempo, Fidel Castro regalaba a González, a Carrillo y a Suárez. Le corta la punta y lo enciende, despacio, en silencio, muy atento al «ritual» de la ignición.

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