María Antonieta era lo peor

María Antonieta, a instancias de Rosalía Lamorlière, tomó una taza de caldo. Como el guardián se negó a salir de la celda, hubo de acurrucarse entre la cama y la pared, con Rosalía de pantalla, para ponerse enagua limpia, mientras Rosalía tiraba la sucia, manchada de sangre, en un agujero de la pared detrás de la estufa; así los que entraran después en la celda a repartirse la ropa de la ejecutada no verían tan vergonzosa reliquia. 

A continuación, María Antonieta, a quien habían dicho que el luto podría excitar al pueblo, se puso un ligero vestido blanco, se ciñó al cuello un pañolón de muselina blanca, y se tocó con una gran cofia de dos volantes. Rehusando los consuelos del sacerdote juramentado con la república, que llegó a las ocho, se acercó a la ventana, pues sabía que enfrente de su celda estaba la del cura de Santa Margarita, y dice la leyenda que éste, intuyendo cercana su presencia, la absolvió y le dio su bendición.

A las diez llegó Sansón, el joven y gigantesco verdugo, y la viuda de Luis Capeto se dejó dócilmente cortar el pelo y atar las manos a la espalda. Una hora después, verdugo y condenada se subieron a la carreta, y ésta se sentó en una tabla sin almohada entre los travesaños, muy distinta del mullido asiento de la carroza de corte, cerrada y con paredes de cristal, en la que su marido había ido a la guillotina ocho meses antes.

En el aire frío y desapacible del otoño, la condenada se mantiene firme e impávida, aunque cada traqueteo de la pesada carreta le dolía en todos los huesos. No parece oír los sarcásticos clamores de las mujeres que aguardan junto a la iglesia de Saint Roch, ni ver al comandante Grammont que blande el sable delante del pesado caballo, gritando:

¡He aquí a la infame María Antonieta!

Con las manos atadas a la espalda, parece más erguida, y hasta el Père Duchêne, el furibundo periódico antimonárquico confiesa al día siguiente: «La muy bribona se mantuvo audaz e insolente hasta el final».

El verdugo y sus ayudantes, a su lado, tienen respetuosamente el tricornio bajo el brazo.

En la esquina de Saint Honoré está al acecho uno de los mayores y más geniales oportunistas que dio el siglo XVIII: Luis David, azote de tiranos y adorador de Napoleón, vociferante enemigo de la aristrocracia que acabó ostentando título de barón; bloc y lápiz en ristre, David apunta un rápido esbozo de María Antonieta camino del cadalso: afeada y avejentada, pero aún firme y orgullosa, boca soberbiamente cerrada, ojos indiferentes a cuanto la rodea, indecible desdén en cada uno de sus rasgos.

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