Patricia Hearst se ha convertido

La verdad es que me trae sin cuidado. Supongo que prometiendo a niños buenos la ración dominguera de palomitas de maíz, embarcada en alguna liga antitabaco y con la foto dedicada de Magie por la que pujaste en alguna perfumada ceremonia antisida. Me trae absolutamente sin cuidado dónde esté, Pat Hearts, niñata.

Pero veinte años son una inmensidad de tiempo. Veinte años, uno se siente viejo para remover la moviola y, sin embargo, dale que dale al manubrio, aunque uno esté seguro de que va a repetirse lo mismo, de que ya no hay nada que descubrir para consolarse pensando que todo pudo suceder de otra manera.

Así que adelante, vamos allá. Hacía un frío de mil demonios en aquel invierno del 74. Baste recordar, para renovar viejos escalofríos, que comenzaba a transitar por aquí el mensaje de lo que la prensa calificó, con obvia perversión, como espíritu del 12 de febrero.

Tuvo bemoles que quien se aupó sobre el hartazgo producido por cuerpos machacados invocara entonces al congreso de almas reconciliadas: pero así ocurrió, digo, en aquel invierno en que hacía un frío de mil demonios. Claro que también brillaba alguna vela en el oscuro teatro nacional sobre cuyo escenario los intérpretes buscaban las máscaras propicias. Por ejemplo, los viejos navegantes del M-19 se habían llevado a la selva colombiana la espada de Bolívar. Era una buena propina en la resaca piadosa de la algarabía sesentayochera que aún rebrincaba en algunas noches, cuando los compas se inventaban otras manis y tercas astucias. Pero todo lejano, como risas en la habitación de al lado mientras aquí, en nuestra casa, ya se apostaban los tahúres.

La niña Pat debía ser feliz. Hay muy pocos ricos desdichados, aunque se tatúen en el carné alguna desgracia para sentirse broncos como los metalúrgicos, y la niña Patricia Hearst era feliz. Y qué remedio. 

Su abuelo, William Randolph Hearst, que había muerto en agosto del 51 en su mansión de Beverly Hills, poseía más de cien diarios y revistas. Cómo no iba a serlo, feliz, digo, con sus piscinas por las que no nadaría el héroe de Cheever, con sus fotos de apaches en la puerta del váter, con los posters reproduciendo estrofas largas y blancas de Whitman. Seguro. Debió ser su padre, naturalmente William Randolph Hearst II, quien realizara una proclamada entrevista a Francisco Franco en junio del 61. Creo descubrirlo en esta moviola de viejos recuerdos. Está destinada la pobre Pat al rito de la suave putrefacción que va devorando poco a poco a las niñas sonrientes de las familias ricas, que piensan que el mínimo acento de golfería conduce al reformatorio.

De pronto, algo se agita en las dulzonas imágenes de la moviola. Porque la tierna y morenita adolescente, heredera de un imperio económico difícil de calcular con papel y lapicero, fue raptada un 4 de febrero y su liberación pesada en oro. Es muy posible que una tímida emoción nos embargara porque éramos entonces partidarios de la redistribución y no estaba mal que sufriera quien se había enriquecido con la venta de periodicuchos y revistas porque no hay placer comparable al de contemplar el gesto preocupado, diseño Actor»s Studio, de quien ha engordado su cartera con el sudor ajeno. Un poquito de justicia, por favor, dinero y pan para los miserables.

Aunque es cierto que mosqueaba el extraño nombre del grupúsculo ejecutor, uno más entre los miles que brotaban en los guetos y en las cervecerías aquietadas por la música de Pete Seeger y la relectura de la pobre épica de los transhumantes de Steinbeck. Se llamaba Ejército Simbiótico de Liberación y, aunque lo de liberación nos acunaba el alma, la verdad es que el calificativo de simbiótico parecía más bien extraído de un decadente sueño hippie o mormón. Pero tampoco era para darle más importancia de la anclada en una momentánea perplejidad porque, al fin y al cabo, los yanquis se regustan en su humor perverso, y bastaba, para confirmarlo, que hubieran bautizado a la bomba asesina de Hiroshima Little Boy.

Se sucedieron comunicados, respuestas policiales, noches, tardes, la ceremonia de los Oscar. También la ejecución de Puig Antich. Y puede pensarse, aunque de esto no quede noticia en los periódicos, que alentaba la vana esperanza de quienes esperaban en los suburbios la redistribución simbiótica, el final de la peste, la baratura de la hamburguesa. No digo que la liberación, porque los apaches de Gerónimo ni siquiera esbozaban el puño en alto del poder negro.

Fue un 16 de abril de hace veinte años cuando Patricia Hearst alcanzó ese momento de efímera gloria que a todos nos corresponde. Los más se contentan con clavar en la pared el título académico o el diploma que sugiere la capacitación para el vampirismo cultural. Sin embargo, la mañana azul de la rica heredera del imperio de papel y rotativa ha quedado ilustrada en esa foto fija que dio la vuelta al mundo. Ya había dado muestras de una desobediencia preocupante, es cierto, porque algunos días antes había remitido a su preocupado progenitor una cinta en la que lo calificaba, valorando su resistencia a pagar su precio en oro, de roñoso burgués.

Qué preciosidad. Nada de explotador del pueblo, nada de comecocos y nada de tergiversador masivo de la indiferencia de los empleados de las factorías de Detroit. Ni mucho menos. Resulta glorioso, roñoso burgués, algo inocente, de papel seda, de celebración de Año Nuevo cuando la tía rica regala un juguete apresuradamente comprado en los más cercanos grandes almacenes. Pero la gloria de Patricia Hearst quedó condensada en esa imagen captada por las cámaras del banco asaltado en una mañana de hace 20 años. Ahí está. Con la boina ladeada, morena, hermosa, con la metralleta en la mano, segura, jugándose el pellejo por 17.000 cochinos dólares.

Qué momento de exuberancia golosa. Porque todo parecía confirmar el orden seguro del futuro certero. ¿Cómo iba a negarse cuando una criatura, refrenada por la perversión capitalista, se pasaba al otro lado de la barricada? ¿Cómo no iba a convertirse en cemento puro la convicción de un desastre inmediato? Puerco peso el de ilusiones tan baratas.

Que la odiada hija de papá fuera capaz de sostener el arma simbiótico significaba que la verdad, inevitablemente, se abría paso. Amén. Se trataba de un capítulo más en la escritura de un gólgota que se ascendía con la sonrisa helada del mártir o del piadoso beato. Incluso podía sospecharse que era la repetición, lejana y transoceánica, de las infernales odiseas que no resultaban extrañas en la Europa carcomida por los anuncios de la crisis, por la desintegración de las izquierdas y por el pánico burgués a los incendios de la revuelta: ahí brillaban, como lunas negras para brillar en el desesperado desvelo, las sombras de la Baader-Meinhof y la suburbial desesperanza de Pierre Goldman. La diferencia es notable, claro está: sabíamos lo que Ulrike pensaba, por ejemplo, y los rumores sobre la aventura del más desvastado de los navegantes del 68 eran datos en la palma de la mano. Pero cómo no pensar que Patricia Hearst, militante del Ejército Simbiótico de Liberación, metralleta en mano, era una herida nueva en la ciudad inmensa y humeante del agónico capitalismo. Sí, amén.

Se iniciaría entonces, aquel 16 de abril de hace ahora 20 años, una persecución sin piedad. Imagino escondrijos, carreteras de segunda categoría, catequesis, cadenas de televisión repitiendo mensajes de busca y captura. No lo recuerdo, imagino. La ruta, el camino hacia ninguna parte, que es hacia donde se camina cuando no se viene de parte alguna, se interrumpiría en un cercano 18 de septiembre de 1974. Días antes de que se ejecutaran las últimas penas de muerte de ese nuestro perverso, sombrío y alucinante viaje por las tinieblas.

Y esto ya forma parte de las huellas almacenadas en las hemerotecas. Patricia Hearst fue condenada a 35 años de cárcel, que pronto serían reducidos a 7 años. Todo volvió a ese orden frágil y benevolente del «american way of life». Había sido una travesura. El efímero esplendor, que ilustraba la fotografía que dio la vuelta al mundo, fue sustituido con premura. Y Pat Hearst dejó de ser la transeúnte dulce de un grupúsculo sin importancia para convertirse en la víctima más ilustre de una clasificación médica que haría fortuna. Síndrome de Estocolmo, una nota a pie de página, una explicación suculenta para explicar tu desobediencia transitoria. Acaso fuera así, quizás la astucia de tus raptores lograra tu absurda vitaminización política. Qué importa a estas alturas. Porquería de jugadas: tu inmortalidad está asegurada porque eres, ahora, un dato clínico. Y punto.

¿Comprendes por qué siempre queremos infinitamente más a Bonnie?

Quién sabe dónde transcurrirán ahora tus días. De esto nada informa la película que, ya, me resulta torpe y cansada, que finaliza con un fundido en negro que acaso resulte interminable. Lo más seguro es que mires de vez en cuando la fotografía del magnate William Randolph Hearst, fallecido a los 88 años en 1951, quien aspiró a la presidencia de los Estados Unidos de América del Norte. Y que te duermas, niñata, curada para siempre del síndrome de Estocolmo.

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