La meretriz María Magdalena

Ni los escritores (Gabriel Miró en sus Figuras de la pasión) ni los directores de cine (ni los pintores religiosos, por supuesto), han podido ni sabido evitar la sugerencia erótica que perfuma ese i asaje del Evangelio en que María Magdalena, la meretriz que acompaña a aquella hueste demediada y errática, unge los pies de Cristo con perfumes, lágrimas propias, sus propios cabellos y no me atrevo a sugerir si su propia saliva.

En cualquier caso, este pasaje, ya en el -texto primero y luego en sus interpretaciones artísticas, piadosas, o en las glosas literarias, es el máximo momento de la humanidad oriental de Cristo, pues que tal rito era de uso por entonces. El erotismo de los pies, naturalmente, no lo hemos inventado nosotros.: l erotismo, como la religión y la luz vienen de Oriente. Conocido es el culto japonés a los pies femeninos (culto a veces aberrante en esa cruenta ortopedia que se aplicaba para disminuir los pies de la mujer).

En los clásicos encontramos muchas alusiones a la mujer de pie breve, y cuando Pablo Neruda canta los pies grandes de su amada, sentimos que estamos entrando en la modernidad, que nuestro siglo se ha inventado otra mujer. ¿Pero y los pies del hombre? El máximo culto que la mujer suele rendir a los pies masculinos, entre nosotros, es tenerle preparadas las zapatillas al marido cuando llega a casa. Incluso la experiencia personal nos dice que ni siquiera las enamoradas más minuciosas suelen detenerse demasiado en el fetichismo del pie masculino. Quizá es una tradición oriental que aquí se ha perdido, como tantas.

El rito de los pies, tal y como se practicaba en Oriente, participa asimismo de una voluntaria o impuesta humillación de la mujer ante el hombre. María Magdalena lo ejecuta espontánea y conmovidamente, claro, y no se sabe si Jesús lo acepta por liberalidad, por afecto o por seguir la costumbre. Pero hoy, ni el más autoconvencido machista esperaría semejante homenaje de una mujer.

Lo que el rito tiene de humillación es sin duda lo que le ha desterrado en el Occidente igualitario e incluso en los juegos íntimos de la pareja. El fetichismo masculino, mucho más extendido y actuante que el femenino (en el amor, el hombre es la imaginación y la mujer la técnica, contra lo que se crea) insiste todavía hoy en la fascinación de los zapatos femeninos, lo cual no es sino una ampliación del fetichismo del pie (fetiche es sólo la prenda u objeto que va en contacto directo con la piel femenina, y por supuesto prenda usada, siquiera sea una vez: los fetiches no se compran en «El Corte Inglés»). En el hermoso ritual de María Magdalena, ungiendo los pies de Cristo de la manera que sabemos, hay amor, tradición, sumisión y puede que desesperación de mujer que se sabe o creemanchada. Pero ella, sin saberlo, está humanizando a su Maestro de manera poética e inesperada: toma de Cristo lo menos sobrenatural, lo más «pedestre» (es inevitable el juego de palabras, aunque suene a chiste).

Dijo un escritor que se empieza a ser pobre por los pies. (Observad y conoced a la gente por su calzado). Bueno, pues también se empieza a ser hombre por los pies, y María Magdalena, rindiendo homenaje a lo más terrestre de Cristo, rinde homenaje a su humanidad, al hombre mortal. En dos momentos de los Evangelios cobran protagonismo los pies de Jesús (y entonces reparamos en que «tiene pies», o sea que no levita). Cuando el homenaje de la Magdalena, que venimos glosando, y cuando se los clavan en la cruz, juntándolos en un solo clavo. Los artistas, y principalmente los ingenieros, han dado siempre mucho relieve a esos pies tan monstruosamente reunidos y torturados. El escultor conoce bien el valor tectónico del pie humano. Pero he aquí que por estas fechas, y por tradición, el Papa lava los pies simbólicamente, a doce pobres, como Cristo se los lavó a los apóstoles. Vamos viendo que el signo/pie da mucho más juego en el Evangelio de lo que podía preverse. Así, el acto de la Magdalena es estructuralmente simétrico con el de Cristo y sus apóstoles, ambos se corresponden, sea cual fuere la cronología de los hechos, que ahora no recuerdo (y que en los Evangelios nunca es precisa).

Toda autohumiilación supone masoquismo, claro, y el masoquismo supone sexo. En la Santa Teresa de Bernini (otro momento ambiguo y fascinante de la cristología) asoma un pie desnudo de la santa. Misticismo y erotismo (Magdalena es «mística» a su manera) no son sino dos nombres de una tercera cosa innombrable.

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