Keith Richards y sus orgías sangrientas

Keith Richards se embolsó un adelanto de unos cinco millones de euros por sus memorias. Una cifra que se antojaría excesiva si no fuera por los primeros retazos del libro, que el diario The Times ha empezado a publicar este fin de semana y que están salpicados de pasajes escabrosos, orgías sanguinolentas y sobredosis de cuernos, hachís y rock and roll.

El catálogo de obscenidades entra dentro de la lógica en un tipo como Richards, cuyo rastro satánico ha dado pie a leyendas urbanas que durante medio siglo han coloreado las páginas de los tabloides. Pero el libro sorprende por su crudeza y su sinceridad. Y por capacidad del músico para apuntar en todas direcciones. En todas menos contra sí mismo.

De los primeros extractos de Life (Wiedenfeld & Nicolson, 2010), destaca el retrato vívido del entorno en el que floreció la fama de los Stones en los 60. Un entorno moldeado por los excesos con los ácidos y la cocaína y sazonado por los polvos ocasionales con las adolescentes que los acompañaban allá donde iban como un magma irracional y embriagador. «Es como si alguien hubiera encendido un interruptor en alguna parte. A las chicas de los 50 las educaron como palos de hockey y de pronto hubo un momento en el que decidieron dejarse llevar. Todo exudaba lujuria. Era como estar en un río lleno de pirañas. Estas chicas salían allí con las prendas rasgadas y las bragas húmedas. Podría haber sido cualquiera. Fue algo prodigioso. Sobre todo porque seis meses antes no lograba llevarme a nadie a la cama. Tenía que pagar por ello».

El trajín sexual era sólo la mitad del trato. La otra mitad era el consumo de sustancias prohibidas. Hubo anfetaminas, cocaína y LSD. Y los efluvios de la legendaria Kasbah de Tánger, donde Richards y sus colegas podrían pesarse días enteros noqueados por la pureza del hachís norteafricano. Era un tiempo sin redadas ni brigadas de estupefacientes. «Yo solía pasearme por Oxford Street con un trozo de hachís del tamaño de un monopatín», explica Richards, «ni siquiera me molestaba en envolverlo. Me refiero a los años 1965 y 1966. Era un momento de libertad total. Ni siquiera creíamos que aquello era ilegal y la policía no sabía nada sobre drogas».

Aquello no podía durar y terminó abruptamente una madrugada de febrero de 1967. La policía tomó por asalto la mansión de Richards en la campiña y les procesó a él y a Mick Jagger por posesión de sustancias prohibidas. Les había vendido su chófer belga.

«Recuerdo que miré por la ventana y fuera estaba este grupo de enanos vestidos todos iguales», explica Richards. «Intentaron leerme una orden de registro. Pero yo les dije: 'Eso está muy bien. Pero hace mucho frío ahí fuera. Pasad aquí dentro y leédmelo junto a la chimenea'. Nunca me habían arrestado y estaba bajo los efectos del ácido».

Aquella noche fue un punto de inflexión en la carrera de Richards. El proceso judicial puso a prueba la supervivencia del grupo. Pero también ejerció un efecto multiplicador sobre su fama, que se disparó dentro y fuera del Reino Unido. Y creó leyendas imperecederas como la de Marianne Faithfull sorprendida por la policía con una barrita de chocolatina Mars en la entrepierna.

Se podría decir que la redada fue el final de la inocencia y el inicio de un desenfreno más sofisticado cuyo epítome fue el viaje que emprendieron Brian Jones y el propio Richards unos días después del incidente. Estaban presentes todos los ingredientes de una road movie. Un Bentley con un doble fondo en la guantera para esconder los tesoros de la policía y dos mujeres de bandera: Deborah Dixon y Anita Pallenberg, que estaba inmersa en una relación destructiva con Jones pero se sentía atraída por Keith Richards.

A Jones lo dejó fuera de combate una neumonía en Toulousse y Deborah prefirió abandonar al grupo en Barcelona. Dos detalles que forzaron la explosión hormonal entre Anita y Richards, al que no le importó que ella fuera la novia de su amigo. En parte porque Jones la trataba como un guiñapo y en parte porque todo sucedió demasiado rápido. «Recuerdo que estábamos más y más cerca y de pronto ella rompió el hielo. Nos miramos y dijimos: 'A la mierda'. En el asiento de atrás de aquel Bentley. En algún lugar entre Barcelona y Valencia. La tensión sexual era tan grande que al minuto ella me estaba haciendo una felación. Era febrero. Pero en Valencia era como si fuera verano. Recuerdo el aroma de los naranjos en Valencia. Uno se acuerda de esas cosas cuando se tira por primera vez a Anita Pallenberg».

Con los años Anita y Richards se casaron y trajeron tres niños al mundo. Pero el suyo fue un matrimonio salpicado de infidelidades. La más jugosa el intercambio fortuito con la pareja que formaban Mick Jagger y Marianne Fatihfull. Según Richards, atizado por el ansia de venganza y el tamaño mínimo de miembro del cantante: «Ella no se lo pasaba bien con ese pene tan pequeño. Mick tiene un par de bolas enormes. Pero no tiene lo suficiente para llenar el hueco. Y no me sorprendió. En cierto modo me lo esperaba».

Drogas. "En 1965 y 1966 solía pasearme por Oxford Street con un trozo de hachís del tamaño de un monopatín. Ni siquiera me molestaba en envolverlo".
Heroína. "No la llaman heroína por casualidad. Uno puede estar un mes tomándola y no parar. Con ella en vena logras un chispazo increíble pero pasan dos horas y ya quieres más".
Groupies. "Todo exudaba lujuria. Era como estar en un río lleno de pirañas. Estas chicas salían allí con las prendas rasgadas y las bragas húmedas. Podría haber sido cualquiera".
'Micropene' Jagger. "Yo sé que tiene un enorme par de bolas. Pero no tiene lo suficiente para llenar el hueco. Y no me sorprende. En cierto modo me lo esperaba".

Marianne Faithfull. "Estábamos en plena faena cuando oí el coche de Mick [Jagger]. Salí por la ventana pero olvidé los calcetines. Marianne aún me toma el pelo con mensajes y me dice: 'Sigo sin encontrarlos'".

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