Henry Miller fue el marido de Marilyn

Hay memorias carnívoras, como la de Henry Miller. En escritores como él, que hacen de la vida el compromiso y la clave de toda su obra, el recuerdo tiene siempre nombre y apellido, cristaliza en un perfil que el tiempo no ha logrado desdibujar, encarna en figuras muy precisas que conservan, a pesar de la distancia, el brillo, el aroma, la cadencia, el contradictorio pero inconfundible aliento de los seres vivos. La memoria de Miller tiene la textura del paladar y absoluta predilección por los cuerpos sólidos: las facciones, los gestos, las huellas de sus amigos, cuidadosamente masticados. Con 81 años inició Miller «El libro de mis amigos», libro de memorias cuya última parte, dedicada a un puñado de mujeres más amigas que amantes, la empezó días después de cumplir los 86.


Octogenario, pues, Miller recuerda. Deja que su memoria se repliegue como un reptil atento, puntilloso, exacto, que desdeña las evanescencias de la melancolía y salta, certero, a la yugular de todos sus amigos recordados. Al final, por supuesto, la melancolía no se puede evitar, pero brota con suma pulcritud de las venas limpiamente perforadas. Tuvo Miller, por lo que se ve, una vejez exenta de escrúpulos sentimentales, de ahí que su memoria destile tanto afecto, pero tan contenida emotividad. Hay en todo el libro una rara y briosa tensión entre la inocencia edénica que subyace siempre en los comportamientos desprejuiciados y rebeldes y la malicia desplegada por los espíritus depredadores. 

Tensión mucho más clara y luminosa en los retratos de amigos de infancia y adolescencia, con quienes Miller inauguró, de modo tan precoz como espontáneo, la rapacidad emocional, carnal, cultural, con frecuencia también económica (los consabidos y candorosos sablazos) que alentó toda su vida y sustentó, por consiguiente, lo mejor de su obra. Tensión persistente en las relaciones con sus amigos de madurez, casi todos ellos afectados, por cierto, por una extraña deuda con el espíritu agazapado de la infancia, y no digamos en sus relaciones con las mujeres vampíricas (las relaciones) hasta la extenuación. No es de extrañar, por ello, que todos los amigos aquí rememorados acaben incurablemente desconectados de Miller, y que su afectuosa memoria de sátiro bien acompañado no le redima de sentirse «un solitario, un tipo al que no le importa marchar solo»; un hombre algo más triste y un poco más sabio, como el viejo marinero del poema de Samuel Taylor Coleridge, cada vez que cancela el recuerdo de un amigo.

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