Prácticas vampíricas

Lo malo del cine es, que al final, alguien enciende las luces. Lo malo del cine es, que te malacostumbra para la vida. A oscuras, sentado en la sala, convertido en el protagonista, metido en su piel manufacturada, sientes a tu alrededor al público, toda esa gente que solloza, ruega, tiembla, suspira por tu vida durante los noventa minutos. Ninguno dice nada, al menos en voz alta. Pero allí están, ateridos, cosidos a una butaca, refugiados en pensamientos y emociones como las tuyas. Toda esa solidaridad con el personaje, o sea contigo, termina siempre de golpe, con una simple presión en un interruptor, que descubre en un instante tu verdadera personalidad, a tus, hasta entonces, incondicionales. 

Cómo explicarles entonces que eras tú quien manejaba la moto a esas velocidades, quien decía esos diálogos tan oportunos, y quien fundió a negro con ese bombón del brazo. Con la luz de la sala sólo me queda la realidad. Mi único consuelo es el poder de esas dos horas a oscuras, y mi remedio, encontrar nuevas dosis en forma de personajes irresistiblemente adorables. Sin embargo la droga continuada me ha vuelto sibarita. Cada vez me es más difícil encontrar mi ración de adrenalina del respetable. Ya no trago cualquier cosa.


No me basta la risita fácil, ni el susto de toda la vida. No siento nada al lado del espectador que deglute, sin más, imágenes envueltas en pseudoerotismo de guardería, made in allende los mares, o enredos de pandereta, guardia civil y planofijo (idea-fija) de la tierra. Mi mal tampoco se cura en casa: no odio el video, Dios me libre; es sólo que, como en todas las otras prácticas vampíricas, mi vicio no funciona con la autosatisfacción solitaria, y necesita de oscuridad, silencio y la respiración, lejana o cercana, pero anónima de, al menos, una víctima en mi mismo trance. A este paso sólo me va a quedar, el Zoo, los anuncios y las películas de Julio Medem.

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