El ajedrez como gimnasia mental

Se aceptaba como un dogma, como un axioma. Se aceptaba como un rayo1 miedo en la Unión Soviética era como la que parte de un tronco por la mitad. En el despacho de Dostoiewski, Michel se puso a temblar porque yo pregunté a la mujervigilante qué significaba la cajita de cartón que había sobre la mesa, junto al tintero. Y es que se trataba de la porción de veneno que en los últimos años el novelista quería tener siempre al alcance de la mano.


Aquel temblor, irracional y difuso, de Michel, simbolizaba el que anidaba y habitaba en el soma de los súbditos del antiguo infierno de los zares y, más recientemente, del infierno del Kremlin. Prohibido. Prohibido. Prohibido. Sólo podía equipararse a lo que sucedía en China. Indice de libros, cursillos de reeducación, gulags, revoluciones y contrarrevoluciones. Súbitamente, un jefazo tenía una idea luminosa y concedía vía libre a Picasso o a una revista de moda italiana. El comunismo era la sabia combinación de la monotonía y el sobresalto, una suerte de anarquía coherente. De China había llegado a la URSS el último aviso clarificador, el último ejemplo a imitar: Chopin, Paisiello, Beethoven, Mozart, etc., habían dejado de ser peronas «que apestaban». Hubo un tiempo en que los Guardias Rojos amenazaban con un tiro en la nuca a quienquiera que manifestase deseos de escuchar a los clásicos occidentales. «Mozart, no. Prohibido». «Beethoven, reaccionario». 

«Schubert, prohibido, por su melancolía, pesimismo y desespero, y por su deseo de huir de la realidad social». Etcétera.

Ding Shande, subdirector del Conservatorio de Sanghai, por haber hecho un elogio de Brahms fue condenado durante varios años a regar cada día unos jardines y a sumarse a la autoacusación, como en los cursillos de los KunPa. ¿Y el amor? «El comunismo -había sentenciado Mao Tsé Tung- no es amor. El comunismo es el martillo con el que aplastar a nuestros enemigos». Pobre Michel. La última noticia que tuve de él es que estaba en la cárcel (año 1982), por haberse comprobado que aceptaba jugosas propinas de los turistas extranjeros. 

Su mujer, a la salida de una sesión del torneo de ajedrez, predijo, en tono sorprendentemente tranquilo: «Mi marido acabará pegándose un tiro en la sien».

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