El daño que hace la difamación

En 1988, otro tabloide, The Sun, tuvo que pagar más de un millón de libras (180 millones de pesetas) a otro cantante multimillonario, Elton John. El récord hasta ahora -se puede superar en cualquier momento- es de lord Aldington, al que le fueron adjudicados 1,5 millones de libras (270 millones de pesetas) en pleito contra el conde Nicolai Tolstoy.

Todas estas sumas han sido determinadas por jurados sin ningún criterio. No cabe duda de que los mismos miembros de estos jurados se sienten perdidos en el vacío legal y el área tan nebulosa en cuanto a la adjudicación de daños por difamación. Abogados destacados, como Peter Carter-Ruck, llevan años intentando cambiar este sistema por otro más sensato que evite la repetición de la farsa. En 1975, el Comité Faulks recomendó que la fijación de los daños debería dejar de ser prerrogativa de los jurados. Otro comité, el Neill Committee sobre difamación, ha propuesto que un juez determine la compensación en casos sencillos en que los demandados hagan «una oferta de compensación». Sin embargo, la ridiculez inherente al sistema sigue intacta.

Como dice un experto en cuestiones de libelo, Geoffrey Robertson, los daños enormes como los adjudicados a Jason Donovan están transformando «el templo de la ley en un casino». Añade Robertson que no hay libertad de expresión en Inglaterra a causa de las leyes contra la difamación.

Este país «no tiene libre expresión, sino expresión cara. La mayoría de las naciones democráticas occidentales ofrecen un mejor equilibrio entre libertad de expresión y el derecho a la propia reputación». Hace falta una nueva ley sobre los medios de comunicación, piensa Robertson, que garantice la libertad de expresión e información y que liberalice las leyes contra la difamación y contra el desacato, pero que quede equilibrada por una ley que proteja contra la invasión injustificable de la intimidad de una persona. «Las compensaciones considerables sólo deberían adjudicarse en los casos en que la información haya sido publicada maliciosamente», dice. También piensa que las leyes antidifamación deberían permitir a las víctimas un acceso rápido a los tribunales, en vez de la larga espera que existe ahora. Bajo la ley estadounidense (ver más abajo), en el caso ya citado, el escritor y antiguo político, Jeffrey Archer, se hubiera visto obligado a demostrar que el diario The Star había sido motivado por malicia: una tarea difícil. 

En cambio, bajo la ley inglesa, una vez que Archer demostró que las acusaciones eran difamatorias y que probablemente dañarían su reputación, el peso de la prueba gravitaba sobre el periódico, que tuvo que intentar persuadir al jurado de la verdad de sus alegaciones, y no lo consiguió. Hay otra cara de la misma moneda, expresada por abogados como Harry Boggis-Rolfe. Según sus tesis, «hace falta más protección de la intimidad personal»: es una cuestión también actual en España, por los cambios propuestos al Código Penal que afectan a los periodistas.

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