La prisa no es elegante

Acaba el concierto. El director y su orquesta saludan al público y reciben sus ovaciones, y, en la platea, incluso en las primeras filas, ya hay algunos espectadores que se levantan, hacen estrépito con las butacas, dan su espalda a los actuantes, dificultan la visión, empañan el homenaje y se dirigen, estúpidamente singulares y maleducados, hacia las salidas del recinto. Son unos cagaprisas, que no conocen la liturgia ni el respeto y que, encima, desdeñan la presumible propina de los ejecutantes, a no ser que se sitúen después -el colmo- en las puertas de fuga, amontonados y de pie, para apurar, avariciosos, el regalo postrero de los músicos.

Parece mentira que, en el marco civilizatorio de la música clásica, puedan darse estas actitudes desordenadas, tal vez de primerizos mal adiestrados, tal vez de meros impacientes con un calambre en las nalgas y en las piernas. Gente con culo y gemelos de mal asiento y peor sensibilidad.

Pero, en España, país que por ello parece de zoquetes, también ocurre lo mismo en el teatro. Mientras los actores reciben el reconocimiento de la mayoría a su esfuerzo -hecho de inteligencia-, al final de la representación, esos cagaprisas sin mollera recogen sus bártulos y, con un aplauso mal dado, se dirigen hacia el exterior, ajenos e incordiantes, bajándose la goma de las bragas y levantándose los pantalones por el cinturón. Si esto ocurre en actividades tan susceptibles de exhalar una pedagogía de la buena educación, como el teatro o la música, qué no ocurrirá en otras partes.

En efecto, en la plaza de toros, por ejemplo, hay malos aficionados que enfilan los evacuatorios cuando el sexto toro acaba de aparecer o cuando acaba de recibir los primeros pases de la faena. En el estadio de fútbol, hay hinchas que abandonan su localidad cuando faltan varios minutos para que el partido concluya.

 Son también cagaprisas, listillos acuciados por la necesidad subjetiva de evitar las aglomeraciones, sacar los primeros el coche del aparcamiento o tomar el metro o el autobús antes que el resto. Pero estos cagaprisas, con frecuencia, no actúan sólo urgidos por sus nervios de alambre electrificado, sino que, soberbios y sobrados, pretenden escenificar su desprecio y su sanción negativa de lo que llevan viendo sobre la arena o sobre el césped. Metiendo pierna y trasero para desalojar su puesto, tal vez gesticulando y lanzando improperios, dibujan en el aire su veredicto condenatorio: ya está todo visto, muy mal, a mí no me entretienen más estos mastuerzos. Me voy, que se sepa, que queden claros mi desdén y mi protesta.

Yo veía, de niño, cagaprisas en la iglesia, que esperaban a entrar al borde de la lectura del Evangelio y salían escopeteados impartida la comunión. Poco devotos y muy fumadores, esos hombres. Hay cagaprisas en las colas, en las carreteras, en los restaurantes, en las consultas, en el mercado, en el cine, en todas partes. La prisa pretende prestigiarse a sí misma -estoy por encima y muy ocupado-, pero es signo de debilidad, vanidad y falta de temple. Las personas elegantes y seguras nunca corren. Rajoy tiene prisa desde 2017, y la prisa, como la amenaza, reiterada sin fruto, acaba siendo vacío, flaqueza, monserga y lento tostón.

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