Maddona una puta que administra

Es una chica bajita, evidentemente teñida de rubio, que interpreta canciones bastante convencionales en el actual estado del arte de la música pop, aunque con los modos de una cupletista de los años 20. Incluso un poco menos atrevidos. Que yo sepa, nunca se ha sacado de la vagina cinco metros de gasa de seda, como hacía la Bella Dorita ante su público. Pues así las cosas, su único misterio se resume en dos preguntas: ¿por qué escandaliza a las masas norteamericanas?; ¿por qué encandila a los adolescentes?

La respuesta a ambas preguntas tiene poco que ver con la actividad supuestamente artística de Madonna; el misterio de Verónica Ciccone -su verdadero nombre- reside en su habilidad como mujer de negocios. Si las cifras del negocio del sexo están cayendo en EEUU es por exceso de oferta. Los comerciantes de la libido ya no saben qué ofrecer.

Desde muchachitos centroamericanos para usar y tirar hasta aquel desgraciado superocho de Marylin con dieciséis años y una botella de cocacola, han vendido de todo a un público que paga por nuevas emociones. Un público tremendamente hipócrita, desde luego, que abomina el domingo de lo que hace el sábado por la noche, pero los números cantan.

Hasta ahora, el común denominador de los objetos sexuales con los que se traficaba es que no solían exigir comisiones o parte en el negocio, eran simples víctimas, más o menos inocentes, pero víctimas al fin. La novedad del caso de Madonna es que sabe administrar su sex appeal. Para su desgracia, es un activo de corta duración, y tiene que acumular un capitalito si quiere asegurarse una madurez tranquila. Y si hay una sociedad en la que se venere tradicionalmente la capacidad de acumular capitalitos, es la norteamericana.

Eso es lo que provoca la disonancia cognitiva, que dicen los psicólogos, de los pobres yankees. En tanto que millonaria, excelente gestora y tiburoncilla de los negocios, Verónica Ciccone merece todo su respeto. Pero no cabe duda, por otro lado, de que es un putón verbenero. ¿Habrán de respetar, en lo sucesivo, a las más pérfidas entre las hijas de Eva? ¿O dejar de venerar a los millonarios, según de dónde procedan sus ingresos? Un dilema similar se les planteó en los años 40, cuando los capos de la mafia, habiendo invertido las ganancias acumuladas durante la Ley Seca en negocios legales, pretendieron codearse con los WASP en los más restringidos círculos económicos y sociales. El problema se resolvió sin mucho ruido.

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