A Postigo unos le ríen y otros le lloran

No conviene minimizar ni arrojar al olvido a los buscavidas profesionales, aunque su calidad sea inexistente y escasas las oportunidades actuales de medrar. Fiel a su memoria histórica, la peligrosa sorna de Jesús Quintero rescata, para después asestarle el definitivo golpe de gracia, a un pícaro de ingrato y escandaloso recuerdo, a aquella caricatura de andaluz profesional que castigó inmisericordemente los oídos de los sufridos telespectadores con la basura seudofolklórica e inenarrable Cantares. Al igual que Rinconete y Cortadillo, Juan Guerra y Jesús Gil, Lauren Postigo únicamente ofrece interés sociológico y un anverso involuntariamente cómico. Consciente del sabroso material que tiene entre las manos, la aparente candidez y el estratégico sentido del halago de Quintero bombardean con interrogantes perplejos la transparente biografía del enfático vividor caído en desgracia. 

El espectáculo es cruel, pero también divertido. Postigo declama con su rancio estilo teatral poemas sobre el alma andaluza, confiesa su precoz afición a las lecturas de Marx y Bakunin, niega su responsabilidad en la utilización propagandística de su egregia figura en aquel referendum andaluz que se montó UCD («mis crencias eran unas, pero mis obligaciones como locutor profesional, eran otras»), lamenta que sus visitas a Juan Guerra pidiéndole «turre» en la tele andaluza fueran infructuosas y que le chorizara el guión sublime que le ofrecía, narra anécdotas pasionales entre Manolo Caracol y Lola Flores («se mataban de amor y de hostias»), admira la difamada imagen de Judas ((Judas es un personaje glorioso porque encontró el sentir del remordimiento, buscó un arbol y se ahorcó»), en pleno «egotrip» confiesa que sus admiradores darían la vida por él («media España me ríe y media España me llora»), reivindica su apología de la canción española («me di cuenta de que los norteamericanos habían colonizado la mente de la juventud, una juventud que vestía pantalones tejanos y escuchaba a los Rolling Stones y a Elvis Presley»), delira en cuanto a la identidad de sus calumniadores enemigos («pertenecen a la misma especie de los que mataron a Lorca en Granada»). 

Quintero escucha pacientemente, se descojona sin el menor pudor ante las barbaridades autodefensivas del audaz embaucador, y nos ofrece un curso acelerado sobre expresiones gestuales del cínico modélico. 

Su pregunta final es antológica: «Usted cree, señor Postigo, que hay gente más inocente que usted y que yo en la carcel?» He pasado un rato delicioso a costa de este patético Lauren «Castigo» y del olfato de cazador que exhibe Quintero.

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