A los españoles les gustan las estatuas
Me aterra el insomnio oscuro de las estatuas en medio de las calles.Me gusta, como a todo el mundo, la escultura; pero tengo algo freudiano contra el realismo fúnebre de la estatua. Creo que hay diferencia. De niño me perdí en el Museo de Cera, como en un bosque de espejos, y quizá desde entonces.
Comprendo que las estatuas tienen su punto egipcio, su acogida al imán de la eternidad, su público. Ahora en Málaga le van a hacer una al querido y admirado Miguel de los Reyes, que cantaba las coplas con la voz hacia fuera y hacia dentro.
Me encantaba verlo actuar con su foulard blanco que supongo que perpetuará el escultor. ¿No hay algo tétrico en que fijemos a un hombre en piedra? Puede que sea también mi herencia de ocho siglos de presencia árabe contraria a efigies. Las estatuas, para ser tolerables, creo que necesitan mil años de desgaste, de cagadas de palomas o de lluvia.
Uno de los versos más memorables de la poesía inglesa es aquel de Auden, poeta siempre obsesionado con el desfase entre el dolor privado y la indiferencia del mundo y que dice que, el día que murió Yeats, hacía frío y «la nieve desfiguraba las estatuas públicas».
Una constante y quieta revelación se enfrenta a la más constante aún de la indiferencia natural del tiempo. En el parque, con tal de encontrar granos de trigo, las palomas meten el pico en el bucle de piedra del prócer, allí al lado de la prisa de la ciudad.
En el centro de Málaga hay un belén político social, con el marqués de Larios y el obrero y la mujer ciudad que ofrece a su hijo.
Mucha efigie en el centro de la plaza que los coches rodean hace siglos. En una noche de guerra a la estatua del marqués la bajaron del pedestal y la cambiaron por la del obrero. La del marqués la arrojaron al agua del puerto, sólo que se vengó, porque interceptó radares de los barcos.
La ciudad brinda anticipos de eternidad. El mundo lo vemos variable, disperso, viajado, ocasional. Pero la piedra sigue ahí, contra la noche y las palomas y las generaciones humanas que empiezan a mirar más que a reconocer. Aquí, cerca del puerto, pega el sol tenue de invierno en la estatua del cenachero. Málaga admite que esta estatua es un poco gafe. Alcaldes sucesivos la han tenido, en pequeño, sobre la mesa del despacho y la ciudad ha sufrido inundaciones, terremotos, derrumbes en pleno centro, hasta que la alcaldía decidió revolear el souvenir por la ventana del Ayuntamiento.
Normalmente le dio a alguien en la cabeza, pero ésa fue la última desgracia acarreada por el bibelot en jarras. Se acabaron sus malaventuras. Sin embargo, a España le gustan las estatuas. Somos el único país del mundo en que quitar la estatua de un dictador en plena democracia «levanta heridas». Más que por apego a la dictadura, es por apego a la piedra, a lo inmutable. Nadie quiere pasar, con este sol.
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