Matando perros

Una de las más dudosas ventajas que tiene la sociedad mediática es su capacidad para mantener informada a la opinión de todo lo divino y lo humano. 

De los avances del hombre, de las proezas de algún héroe, pero también de la miseria sin límites de la maldad humana que parece estar alcanzando cotas nunca imaginadas.

La frecuencia de la noticia consigue, desde luego, templar la sensibilidad, blindarla en cierto modo, tanto ante el bien como ante el mal, de manera que en poco tiempo, lo que antiguamente precisaba de siglos para conseguir un cierto estatuto de habitualidad, ahora es cosa todo lo más de unos años y, a veces, de unos pocos meses. 

¿No nos hemos hecho el cuerpo a la espeluznante noticia del parricidio, no estamos casi reconciliados, al menos visualmente, con la imagen de la pobre novia degollada o la esposa convertida en una tea por el bestia del marido? ¿No andamos perdidos en una erística discusión sobre los intangibles derechos de la minoridad mientras nuestros ojos parecen habituarse poco a poco ante la feroz degollina familiar de un niñato con una katana, el asesinato de una adolescente a mano de unas compañeras o el linchamiento de un marginal desdichado a cargo de unos verdugos protegidos? 

El del arte es uno de los ámbitos sociales más afectados por esta pulsión malvada que artistas sin talento y galeristas de oportunidad han acogido y estimulado como si la creación no tuviera límites morales y todo le estuviera permitido, un poco en la línea del nazi que hacía mamparas para su salón de estar con la piel del judío desollado. 

En la Bienal de Sevilla se exhibió como escultura un niño ahorcado, en Extremadura la Junta subvencionó una muestra cuyo único objetivo era la irreverencia con los símbolos cristianos y ahora en la Bienal Costarricense de Artes Visuales, un hijo de puta, un canalla desalmado y desconocido, contribuyó a la muestra «artística» atando a la pared a un perrillo vagabundo, cazado entre las chabolas, para que -escultura viva- ilustrara al espectador con su agonía y su muerte. ¡Y nos quejábamos del «negro de Banyoles», el guerrero bosquimano disecado en una vitrina del museo local! ¿Que qué pasó? Pues que el hijo de puta ha sido invitado a repetir la hazaña en la próxima Bienal.

Pocas cosas tan viejas como la provocación, ese cáncer que ha tentado tantas veces a los mediocres, y pocas tan absurdas como la idea de Marcel Duchamp de que el mayor enemigo del arte era el «buen gusto». En los años 20/30, los acólitos del vanguardismo francés no encontraban mejor truco para demostrar su ingenio à la page que espantar señoras de la buena sociedad estrangulando palomas en medio de una conferencia como hizo un joven Rafael Alberti o provocar la estampida del auditorio disparando su pistola, ya ven qué bobadas. 

Y en la última Bienal veneciana fue notable la reacción frente a la mediocridad de las «intervenciones» que esos «creadores» cifraron en exponer Cristos erectos o en colgar cocodrilos en el Gran Canal, siempre desde el prejuicio perfectamente sofístico de que al arte no tiene límites y todo, en consecuencia, le está permitido al artista. 

El triunfo de la mediocridad es, hay que reconocerlo, toda una hazaña que Robert Lobstein veía lúcidamente por el revés cuando explicaba que el arte no tiene más lugar genuino que el que le concede su condición de servidor de la publicidad. 

He visto a ese perrillo sin amo (que ustedes pueden ver también, si el cuerpo aguanta), con su mirada implorante, sus orejas gachas y su rabo enhiesto, como un reo ignorante de su propia condena frente a una turba malvada que acepta el sadismo como recurso estético. Cuentan que Vesalio encomendaba secretamente el alma de sus cadáveres diseccionados. Estos pérfidos harían la vivisección de su madre por una brizna de efímera popularidad.

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