Una domadora de vacas
Ni Regina Mayer es hija de Odín ni la vaca de la foto es un
caballo, pero juntas han conseguido hacer tambalear los pilares más sagrados de
la hípica y asombrar a los alemanes, que no están seguros de encontrarse ante
un ejemplo de superación personal-animal o ante un caso clínico de trastorno de
personalidad.
Regina, quinceañera, siempre quiso montar, pero nunca
dispuso de un caballo al que cepillar y camelar con terrones de azúcar.
Cuando
cumplió 13, se llevó un buen berrinche porque sus padres le dejaron claro que
ni ese año, ni el siguiente, le comprarían un caballo de doma inglesa como los
que ella recortaba obsesivamente de revistas y catálogos porque consideraban
una excentricidad sin sentido la presencia de un pura sangre en plenos Alpes.
En Laufen, frontera entre Alemania y Austria donde la familia Mayer se ha
ganado la vida ordeñando durante generaciones, el paisaje presenta la misma
característica que Juan Ramón destacaba en la España rural, «y atrás, tal vez,
la vaca constante», así que, buscando algo más adecuado, su madre le encomendó
una ternerita recién nacida a la que llamó Luna.
Era un ejemplar de la raza Fleckvieh, cuyo origen se remonta
a la Edad Media, con las típicas manchas café sobre fondo blanco. Salvada de
terminar convertida en chuletón, sobrellevaba los excesos de cariño de la niña
con feliz resignación.
Pero Regina no tardó en sentir el impulso irresistible
de ponerle riendas, de forma que, ataviada para la competición hípica, se
paseaba a diario con la vaca, que por entonces asumía pacientemente el rol de
perro con collar, como paso previo a su desdoblamiento equino.
Cumplidos los seis meses, la chica creyó llegado el momento
de subir a horcajadas sobre el animal y concluyó que podría llegar a satisfacer
su pasión. «La primera vez que la monté se portó muy bien, pero caminó solo
unos pasos y era evidente que estaba enojada», recuerda la amazona.
Fueron necesarias muchas golosinas y la dureza del
implacable adiestrador hasta que logró cabalgar . Entonces comenzó el
aprendizaje con cajones de madera que soportaban troncos de árboles en alturas
superpuestas, hasta saltar 50 centímetros.
«Ella cree que es un caballo», dice
Regina, aunque admite que la hípica, de esta guisa, pierde porte aristocrático.
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