Cambiando desde el interior


El viaje por Ucrania me está confirmando algo que ya intuí en Sudáfrica: mientras que en España ya existe cierto desgaste del afecto, la selección es querida por el espectador neutral, ajeno, como no suelen serlo los equipos hegemónicos, contra los cuales siempre se acaba tramando un resentimiento y un anhelo emancipador. La excepción siempre fue Brasil, porque traía tangas y regateadores zumbones. Y, ahora, España, porque trae un relato, el del juego de toque como redención del fútbol y como colectivización de la conducta. 

Puede estar ocurriendo, sin embargo, que la excesiva presencia del estilo -ese imperativo irrenunciable- opaque otras virtudes que son nuevas y refieren al comportamiento. Para comprender su importancia, basta recordar que, entre el Mundial y esta Eurocopa, España ha jugado un solo partido verdaderamente luminoso, la semifinal en Durban contra Alemania, pero, aun así, ha prevalecido siempre, y salió airosa de trances agónicos que implicaban una presión formidable. Detrás del cascabeleo del tiqui-taca, hay una mentalidad de Navy SEAL, sin la cual todo se habría diluido como un chispazo. 

Orfeo Suárez, que es sabio y lleva vividos más grandes campeonatos que Manolo el del Bombo, sostiene que el juego es sólo una parte de la fórmula del éxito en estas citas tan darwinistas en las que un solo desliz te pone en la frontera del país. De hecho, es posible ganar incluso cuando se extravía la gracia del juego. Para ello es necesaria una determinación de carácter de la que España careció durante la época del eterno retorno al no-gol de Cardeñosa. De que esa fuerza fue adquirida, probablemente, en el trance seminal de los penaltis contra Italia en Viena, dan prueba el instinto de supervivencia y el increíble coraje de Sergio Ramos y su Panenka: después de eso, para volver a sentir una emoción, una subida de adrenalina, el sevillano va a tener que jugar a la ruleta rusa como Christopher Walken. Mientras que son los rivales los que acuden demudados a los episodios de vencer o morir, a los españoles los impulsa una fe de ganador nato que hasta admite el desparpajo. 

Y esto, que no estaba en nuestro ADN, es un asidero temperamental al que recurrir cuando fracasa el tiqui-taca, cuando cada remate exige trenzar ochocientos pases en corto, cuando Del Bosque se hace la picha un lío con el 9, cuando el rival sofoca cauces de circulación como si dinamitara vías férreas. Esta generación que lo ganó todo no es sólo el esplendor del toque, que a veces parece un credo demasiado agobiante. Es también la consecuencia de un proceso italianizante de la mentalidad: ser el más fuerte en el ámbito psicológico, el que sale vivo de toda ratonera, el que engancha la última bala, el que gana sin que el rival acierte a comprender por qué. Eso que antaño nos ocurría contra Italia, jugando como nunca, palmando como siempre.

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