La esposa que mato al gobernador.
Al oír el disparo, el guardaespaldas dobló el periódico y sin detenerse a pensar de donde provenía, se dirigió al dormitorio que compartían el gobernador de la provincia de Río Negro y su esposa. Hace tiempo que presentía un desenlace fatal para la tormentosa relación de la pareja y si desenfundó el arma, como para enfrentar a un intruso, fue sólo por un reflejo condicionado de su oficio. Iba a girar el pomo, cuando la mujer de su jefe se le vino encima y casi lo derriba pese a tener la mitad de su tamaño. «No quise matarlo. No era mi intención», le dijo Susana Freydoz en un tono frío, casi mecánico, que le puso la carne gallina.
El hombre la apartó suavemente y entró. Carlos Soria yacía desnudo en la cama, con los ojos abiertos y la mandíbula desencajada. En su mano derecha tenía asido un mechón de pelo, probablemente de su esposa. El guardia también reparó en que la mujer presentaba hematomas en los brazos. Era claro que se habían ido a las manos. El revoltijo de sábanas estaba manchado de sangre y vómito.
El custodio escuchó a sus espaldas los gritos de María Eugenia, la hija menor del matrimonio. Ella y su esposo Mariano tomaban el fresco en el jardín cuando sonó la detonación. Pensaron que serían fuegos artificiales, pero eran las 4.30 de la noche del domingo 1 de enero y hacía rato que los vecinos se habían gastado la provisión.
La cena con que festejaron el Año Nuevo había sido abundante y regada de alcohol. Precisamente, una de las tantas cosas que Freydoz le echó en cara a su marido fue que bebía demasiado. Luego vino una sarta de reproches que sólo se interrumpió cuando el gobernador dio un puñetazo en la mesa que hizo saltar los cristales y la fina platería. Pese a todo, Mariano quiso proponer un brindis pero los anfitriones ya se habían enzarzado en una de esas trifulcas sadomasoquistas que un amigo cinéfilo comparó con las de Elizabeth Taylor y Richard Burton en Quien teme a Virginia Wolff.
La primera reacción que tuvo el vice-gobernador de la provincia, Alberto Weretilneck, cuando se enteró del suceso fue cubrirlo con un manto de respetabilidad. Aunque las pericias recién habían comenzado, el parte oficial emitido el domingo al mediodía, afirmaba que la muerte de Carlos Soria, se debió a «un accidente con arma de fuego». Weretilneck tenía las mejores intenciones, pero los antecedentes de la pareja no congeniaban con su piadosa versión. Quien mejor que él conocía el carácter explosivo de su jefe y las obsesiones de la primera dama de la sureña provincia.
Susana tiene 60 años y Carlos había cumplido los 62 poco antes de su muerte. Se conocieron de adolescentes en la escuela secundaria y de ahí en más fueron inseparables. «Era una relación pasional que no se parecía en nada a los noviazgos dulzones de los chicos de su edad. Más de una vez los sorprendimos en el bosquecillo que crecía detrás de la escuela y lo que veíamos era como una película para adultos. Él era un tipo alto de pelo rubio y de ojos grises. Ella era bajita de rasgos delicados, con ojos color avellana y un cutis perfecto. Era indudable que se amaban pero había un fondo oscuro en esa relación», contó una ex compañera que más tarde trabajó para el gobernador.
Carlos creció en un hogar humilde, de militantes peronistas. El retrato de Perón y de Evita, dominaba la sala donde él estudiaba bajo la mirada vigilante de su padre, un carnicero en Bahía Blanca. En 1959 Ernesto Soria fue apresado por organizar una huelga y dos años más tarde la familia se trasladó a General Roca, pequeña ciudad de la provincia de Río Negro, donde los padres de Carlos abrieron una tienda de comestibles. Los niños bien lo llamaban «el hijo del carniza (carnicero)».
Susana pertenecía a una de las familias más pudientes del pueblo. Su bisabuelo, inmigrante francés, fue uno de los primeros colonos que se asentaron en la fértil comarca, dando origen a un círculo exclusivo de propietarios rurales.
La finca donde se estableció el matrimonio Soria-Freydoz, en las afueras, era una herencia de aquel antepasado. Susana, mujer culta y de buen gusto, hizo demoler la antigua vivienda y diseñó una casa de estilo texano rodeada de frutales. Carlos completó el decorado con una colección de armas entre las que se contaba el revólver calibre 38 que su esposa supuestamente extrajo de la mesa de luz para matarle.
Freydoz había estudiado nutrición pero renunció a la carrera por ayudarle a él a completar la de Derecho en Buenos Aires. Luego se dedicó al cuidado de los cuatro hijos que tuvieron mientras él ejercía como diputado justicialista y posteriormente como jefe del servicio de inteligencia del Estado (SIDE). En 2002 tuvo que renunciar a su cargo, tras la «masacre de Avellaneda» (murieron dos activistas políticos).
Carlos era brusco e impulsivo y en más de una ocasión ese rasgo, dominante de su personalidad perjudicó su carrera. En los 80 cometió la torpeza de asistir a una cena con Erich Priebke, el verdugo nazi que vivió en Argentina hasta que fue deportado a Italia. La primera vez que postuló para la gobernación (2003), perdió las elecciones por burlarse de un defecto físico de su rival.
«Susana tenía que estar en todo para que él no metiera la pata. Le pulía sus discursos, le hacía las relaciones públicas y hasta intervenía en la designación de los funcionarios. Pero no se ajustaba al modelo de esposa sumisa que él pretendía. Ella tenía un carácter tan explosivo como el de su esposo y no estaba dispuesta a aceptar que la avasallara. Y menos a tolerar que le fuera infiel», dice a Crónica un amigo del matrimonio.
Carlos fue elegido gobernador en octubre del 2011 y a partir de entonces sus aventuras extramatrimoniales fueron la comidilla de la región. En noviembre, una secretaria confió al diario El Tribuno que Susana se aparecía sin aviso en la sede de la gobernación para ver en qué andaba él y cuando entró en confianza con la empleada, le pidió que le avisara «si veía u oía algo raro». Fue esa secretaria quien le notificó que el gobernador pensaba mudarse a la residencia oficial Viedma, la capital administrativa de la provincia y dejarla plantada en la finca familiar. Para Susana Freydoz los planes de su consorte constituyeron una declaración de guerra.
El juez que instruye la causa aún no ha podido determinar si el homicidio fue producto de un arrebato de furia o un asesinato con premeditación y alevosía. El psiquiatra que atiende y mantiene sedada a Susana desde la noche del crimen, sostiene que su paciente tuvo la sospecha de que la llamada que recibió el gobernador durante la cena de Año Nuevo era de su amante. Y que esa fue la gota de humillación que colmó su paciencia. Del veredicto de los médicos forenses depende en gran medida, si Susana es sentenciada a cadena perpetua o declarada inimputable por un estado transitorio de enajenación mental.
El hombre la apartó suavemente y entró. Carlos Soria yacía desnudo en la cama, con los ojos abiertos y la mandíbula desencajada. En su mano derecha tenía asido un mechón de pelo, probablemente de su esposa. El guardia también reparó en que la mujer presentaba hematomas en los brazos. Era claro que se habían ido a las manos. El revoltijo de sábanas estaba manchado de sangre y vómito.
El custodio escuchó a sus espaldas los gritos de María Eugenia, la hija menor del matrimonio. Ella y su esposo Mariano tomaban el fresco en el jardín cuando sonó la detonación. Pensaron que serían fuegos artificiales, pero eran las 4.30 de la noche del domingo 1 de enero y hacía rato que los vecinos se habían gastado la provisión.
La cena con que festejaron el Año Nuevo había sido abundante y regada de alcohol. Precisamente, una de las tantas cosas que Freydoz le echó en cara a su marido fue que bebía demasiado. Luego vino una sarta de reproches que sólo se interrumpió cuando el gobernador dio un puñetazo en la mesa que hizo saltar los cristales y la fina platería. Pese a todo, Mariano quiso proponer un brindis pero los anfitriones ya se habían enzarzado en una de esas trifulcas sadomasoquistas que un amigo cinéfilo comparó con las de Elizabeth Taylor y Richard Burton en Quien teme a Virginia Wolff.
La primera reacción que tuvo el vice-gobernador de la provincia, Alberto Weretilneck, cuando se enteró del suceso fue cubrirlo con un manto de respetabilidad. Aunque las pericias recién habían comenzado, el parte oficial emitido el domingo al mediodía, afirmaba que la muerte de Carlos Soria, se debió a «un accidente con arma de fuego». Weretilneck tenía las mejores intenciones, pero los antecedentes de la pareja no congeniaban con su piadosa versión. Quien mejor que él conocía el carácter explosivo de su jefe y las obsesiones de la primera dama de la sureña provincia.
Susana tiene 60 años y Carlos había cumplido los 62 poco antes de su muerte. Se conocieron de adolescentes en la escuela secundaria y de ahí en más fueron inseparables. «Era una relación pasional que no se parecía en nada a los noviazgos dulzones de los chicos de su edad. Más de una vez los sorprendimos en el bosquecillo que crecía detrás de la escuela y lo que veíamos era como una película para adultos. Él era un tipo alto de pelo rubio y de ojos grises. Ella era bajita de rasgos delicados, con ojos color avellana y un cutis perfecto. Era indudable que se amaban pero había un fondo oscuro en esa relación», contó una ex compañera que más tarde trabajó para el gobernador.
Carlos creció en un hogar humilde, de militantes peronistas. El retrato de Perón y de Evita, dominaba la sala donde él estudiaba bajo la mirada vigilante de su padre, un carnicero en Bahía Blanca. En 1959 Ernesto Soria fue apresado por organizar una huelga y dos años más tarde la familia se trasladó a General Roca, pequeña ciudad de la provincia de Río Negro, donde los padres de Carlos abrieron una tienda de comestibles. Los niños bien lo llamaban «el hijo del carniza (carnicero)».
Susana pertenecía a una de las familias más pudientes del pueblo. Su bisabuelo, inmigrante francés, fue uno de los primeros colonos que se asentaron en la fértil comarca, dando origen a un círculo exclusivo de propietarios rurales.
La finca donde se estableció el matrimonio Soria-Freydoz, en las afueras, era una herencia de aquel antepasado. Susana, mujer culta y de buen gusto, hizo demoler la antigua vivienda y diseñó una casa de estilo texano rodeada de frutales. Carlos completó el decorado con una colección de armas entre las que se contaba el revólver calibre 38 que su esposa supuestamente extrajo de la mesa de luz para matarle.
Freydoz había estudiado nutrición pero renunció a la carrera por ayudarle a él a completar la de Derecho en Buenos Aires. Luego se dedicó al cuidado de los cuatro hijos que tuvieron mientras él ejercía como diputado justicialista y posteriormente como jefe del servicio de inteligencia del Estado (SIDE). En 2002 tuvo que renunciar a su cargo, tras la «masacre de Avellaneda» (murieron dos activistas políticos).
Carlos era brusco e impulsivo y en más de una ocasión ese rasgo, dominante de su personalidad perjudicó su carrera. En los 80 cometió la torpeza de asistir a una cena con Erich Priebke, el verdugo nazi que vivió en Argentina hasta que fue deportado a Italia. La primera vez que postuló para la gobernación (2003), perdió las elecciones por burlarse de un defecto físico de su rival.
«Susana tenía que estar en todo para que él no metiera la pata. Le pulía sus discursos, le hacía las relaciones públicas y hasta intervenía en la designación de los funcionarios. Pero no se ajustaba al modelo de esposa sumisa que él pretendía. Ella tenía un carácter tan explosivo como el de su esposo y no estaba dispuesta a aceptar que la avasallara. Y menos a tolerar que le fuera infiel», dice a Crónica un amigo del matrimonio.
Carlos fue elegido gobernador en octubre del 2011 y a partir de entonces sus aventuras extramatrimoniales fueron la comidilla de la región. En noviembre, una secretaria confió al diario El Tribuno que Susana se aparecía sin aviso en la sede de la gobernación para ver en qué andaba él y cuando entró en confianza con la empleada, le pidió que le avisara «si veía u oía algo raro». Fue esa secretaria quien le notificó que el gobernador pensaba mudarse a la residencia oficial Viedma, la capital administrativa de la provincia y dejarla plantada en la finca familiar. Para Susana Freydoz los planes de su consorte constituyeron una declaración de guerra.
El juez que instruye la causa aún no ha podido determinar si el homicidio fue producto de un arrebato de furia o un asesinato con premeditación y alevosía. El psiquiatra que atiende y mantiene sedada a Susana desde la noche del crimen, sostiene que su paciente tuvo la sospecha de que la llamada que recibió el gobernador durante la cena de Año Nuevo era de su amante. Y que esa fue la gota de humillación que colmó su paciencia. Del veredicto de los médicos forenses depende en gran medida, si Susana es sentenciada a cadena perpetua o declarada inimputable por un estado transitorio de enajenación mental.
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