El decálogo de una revolución.
Éste es el tercer viaje del doctor Hassan Najar a Hatay desde julio. El facultativo sirio, instalado en Alemania, ha tratado ya a casi un centenar de heridos. «Un 80% tienen heridas de balas explosivas. Nunca las había visto. Explotan dentro y trituran los huesos», afirma en el hospital Defne de esta localidad turca.
A su lado, Jamil (no quiere dar su apellido) descansa en una silla de ruedas. El sirio de Latakia, de 33 años, fue alcanzado por uno de esos proyectiles en julio. Ha sido operado en tres ocasiones. «Todavía necesito una más», apunta.
Najar no es un novato de los conflictos. En la década de los 80 sus vínculos con los Hermanos Musulmanes -él mismo lo admite- y su decisión de asistir a los islamistas heridos le llevó a la cárcel durante ocho meses, donde sufrió toda clase de torturas. Después consiguió asilo en la nación europea.
«He vivido en una democracia todos estos años y no quiero que mi gente siga bajo este régimen», asevera el experto de 77 años. La llegada de voluntarios como Najar a la frontera con Turquía para asistir a las víctimas de la revuelta siria -el facultativo forma parte de un equipo de cinco doctores expatriados que se turnan en Hatay- constituye un paralelismo casi calcado de lo que ocurrió en Libia.
Los opositores al régimen de Bashar Asad no sólo reclaman como sus homólogos libios el apoyo militar foráneo, sino que parecen haber adoptado un decálogo revolucionario cuyo primer paso fue el recurrir como símbolo a la bandera previa a la que se convirtió en enseña oficial cuando el partido Baaz accedió al poder en 1963.
Ahora, en los cinco campos de refugiados sirios instalados en Turquía -que acogen a más de 8.000 personas-, en las manifestaciones que se reproducen al otro lado de la linde o en los vídeos que graba el Ejército Libre de Siria los oponentes esgrimen la tricolor que instauró Francia en 1932 durante el mandato -donde la franja verde superior sustituye a la roja que usa Damasco- y que también fue la enseña que adoptó el país tras su independencia en algunos casos con lemas como «Alá, Siria y Libertad».
«El rojo es el color de la sangre que ha vertido el Baaz, por eso lo rechazamos», asegura Nadir (así se identifica), un activista de Jisr al Shogur residente en Hatay.
Los sublevados establecieron esta semana en la misma población la primera oficina de apoyo a los refugiados sirios con el propósito, según Saadallah -otro militante sirio- de «canalizar la ayuda humanitaria para las víctimas de esta revolución».
La agrupación estima que ya han recibido a varios cientos de heridos en los últimos meses a los que transfieren de forma ilegal a través de la frontera para ser tratados en hospitales turcos. Algo similar a lo que ocurría con las bajas de la revolución libia que terminaban en Túnez.
«Intentamos cubrir estos gastos con las donaciones de organizaciones humanitarias, pero nuestro presupuesto es muy escaso», asegura el doctor Hassan.
El difícil traslado ha costado la vida al menos a 10 heridos. «Es muy peligroso. Hay algunos que han muerto justo al llegar a la frontera», indica Saadallah. Aprovechando las ventajas que presenta una frontera de casi 800 kilómetros, y la actitud del Gobierno de Turquía, Hatay se está convirtiendo en una suerte de Tatuin, la ciudad tunecina que acogió a la retaguardia de los revolucionarios libios durante meses.
Aquí, sin embargo, la afinidad con los revolucionarios que se advertía en Tatuin se ha visto eclipsada por la tensión generada en una provincia donde habitan cientos de miles de alauíes turcos que no esconden sus simpatías por Asad. «Aquí trabajamos bajo el control de la muhabarat siria. Todos los alauíes están con ellos», opina Ismail al Halabi, otro expatriado sirio que ha acudido a Hatay para apoyar la causa rebelde.
Todos los refugiados coinciden en que la revuelta pacífica ha concluido. «Yo me manifesté de forma pacífica y me dispararon cuatro balazos. Ahora hay que pelear», declara Mustafa Aspiro, un sirio de Idlib, que se recupera en el hospital de Defne. «Si la OTAN no interviene el país irá a la guerra civil porque el 95% de los que están asesinando a nuestra gente son alauíes», le secunda Jamil.
Pero el Ejecutivo turco mantiene una clara reticencia a participar en una intervención militar en la nación vecina. «No vamos a enviar soldados, ni a intervenir. Una intervención turca en siria sería una equivocación», señaló el pasado día 24 el viceprimer ministro Bulent Arinc.
A su lado, Jamil (no quiere dar su apellido) descansa en una silla de ruedas. El sirio de Latakia, de 33 años, fue alcanzado por uno de esos proyectiles en julio. Ha sido operado en tres ocasiones. «Todavía necesito una más», apunta.
Najar no es un novato de los conflictos. En la década de los 80 sus vínculos con los Hermanos Musulmanes -él mismo lo admite- y su decisión de asistir a los islamistas heridos le llevó a la cárcel durante ocho meses, donde sufrió toda clase de torturas. Después consiguió asilo en la nación europea.
«He vivido en una democracia todos estos años y no quiero que mi gente siga bajo este régimen», asevera el experto de 77 años. La llegada de voluntarios como Najar a la frontera con Turquía para asistir a las víctimas de la revuelta siria -el facultativo forma parte de un equipo de cinco doctores expatriados que se turnan en Hatay- constituye un paralelismo casi calcado de lo que ocurrió en Libia.
Los opositores al régimen de Bashar Asad no sólo reclaman como sus homólogos libios el apoyo militar foráneo, sino que parecen haber adoptado un decálogo revolucionario cuyo primer paso fue el recurrir como símbolo a la bandera previa a la que se convirtió en enseña oficial cuando el partido Baaz accedió al poder en 1963.
Ahora, en los cinco campos de refugiados sirios instalados en Turquía -que acogen a más de 8.000 personas-, en las manifestaciones que se reproducen al otro lado de la linde o en los vídeos que graba el Ejército Libre de Siria los oponentes esgrimen la tricolor que instauró Francia en 1932 durante el mandato -donde la franja verde superior sustituye a la roja que usa Damasco- y que también fue la enseña que adoptó el país tras su independencia en algunos casos con lemas como «Alá, Siria y Libertad».
«El rojo es el color de la sangre que ha vertido el Baaz, por eso lo rechazamos», asegura Nadir (así se identifica), un activista de Jisr al Shogur residente en Hatay.
Los sublevados establecieron esta semana en la misma población la primera oficina de apoyo a los refugiados sirios con el propósito, según Saadallah -otro militante sirio- de «canalizar la ayuda humanitaria para las víctimas de esta revolución».
La agrupación estima que ya han recibido a varios cientos de heridos en los últimos meses a los que transfieren de forma ilegal a través de la frontera para ser tratados en hospitales turcos. Algo similar a lo que ocurría con las bajas de la revolución libia que terminaban en Túnez.
«Intentamos cubrir estos gastos con las donaciones de organizaciones humanitarias, pero nuestro presupuesto es muy escaso», asegura el doctor Hassan.
El difícil traslado ha costado la vida al menos a 10 heridos. «Es muy peligroso. Hay algunos que han muerto justo al llegar a la frontera», indica Saadallah. Aprovechando las ventajas que presenta una frontera de casi 800 kilómetros, y la actitud del Gobierno de Turquía, Hatay se está convirtiendo en una suerte de Tatuin, la ciudad tunecina que acogió a la retaguardia de los revolucionarios libios durante meses.
Aquí, sin embargo, la afinidad con los revolucionarios que se advertía en Tatuin se ha visto eclipsada por la tensión generada en una provincia donde habitan cientos de miles de alauíes turcos que no esconden sus simpatías por Asad. «Aquí trabajamos bajo el control de la muhabarat siria. Todos los alauíes están con ellos», opina Ismail al Halabi, otro expatriado sirio que ha acudido a Hatay para apoyar la causa rebelde.
Todos los refugiados coinciden en que la revuelta pacífica ha concluido. «Yo me manifesté de forma pacífica y me dispararon cuatro balazos. Ahora hay que pelear», declara Mustafa Aspiro, un sirio de Idlib, que se recupera en el hospital de Defne. «Si la OTAN no interviene el país irá a la guerra civil porque el 95% de los que están asesinando a nuestra gente son alauíes», le secunda Jamil.
Pero el Ejecutivo turco mantiene una clara reticencia a participar en una intervención militar en la nación vecina. «No vamos a enviar soldados, ni a intervenir. Una intervención turca en siria sería una equivocación», señaló el pasado día 24 el viceprimer ministro Bulent Arinc.
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