Lee Grant y su vida de desfases
Hacer memoria a los 87 años tiene su aquel, cuando todo debe
resultar tan lejano. Pero al mismo tiempo encierra la virtud de poder largarlo
todo, sin filtro alguno, acuciada la fuente quizá por no dejarse nada sin
contar que merezca la pena antes de irse para el otro barrio.
A eso suena el
ejercicio biográfico de una de las caras más atractivas que han pasado por una
pantalla de cine, la de Lee Grant, una chica judía del Upper West Side
neoyorquino que estuvo 12 años alejada forzosamente de los rodajes por su
asociación con el comunismo durante la época de la caza de brujas.
Y la
historia de una pionera que, además de hacerse con un Oscar por Shampoo en
1975, se convirtió en la primera actriz de su generación en dar el salto a la
dirección de forma relevante.
Pero en su historia, I Said Yes To Everything, hay mucho más
que los grandes rasgos de una próspera carrera en el cine.
Los entresijos son
notoriamente fértiles, los suyos y los de la gente que la rodeó, relatos de
drogas en los lavabos, de sexo en los rodajes, de soledades ajenas.
Grant
cuenta que en aquellos años, "todo el mundo, incluyéndome a mí, se metía
coca en el baño y fumaba hierba en el salón", un hábito con el que también
asocia a Farrah Fawcett, de quien cuenta que estuvo tres horas metida en el
baño de un estudio sin querer salir.
"En privado siempre pensé que había cocaína
involucrada. Su pequeña nariz estaba rosa y moqueando", recuerda en el
libro que acaba de ver la luz. "Mi propia vida en los baños de Los Angeles
también fue extensa".
Corría entonces la década de los 70, cerca del punto álgido
de su carrera, siempre con los instintos afilados. De la notoriedad de su
trabajo de aquellos años surgió además un romance importante, con Warren
Beatty, como no podía ser de otra forma, el hombre que hizo de la conquista en
Hollywood todo un arte y que compartió con Grant cartel en la comedia que
habría de otorgarle el reconocimiento de la Academia como mejor actriz
secundaria.
Grant recuerda las escenas de sexo en cámara que precedieron
a su primer encuentro, ya lejos de la luz de los focos. "Estábamos
desnudos en la cama durante unos cuantos días de incomodidad", mientras la
actriz simulaba los orgasmos y los gritos rodeada del equipo y del director del
tinglado, Hal Ashby.
En esas, Beatty no pudo controlar sus impulsos –una vez más–
y se presentó en el camerino de la actriz poco después de haberle dado
carpetazo a la escena. "Nos besamos y nos besamos y caminamos
tropezándonos hasta la ventana", explica, confesando además que el roce
para ella no fue solo un encuentro casual más.
Se enamoró de Beatty pero no pudo frenar su fascinación por
cuanta mujer se cruzaba a su paso. Grant recuerda que incluso lo intentó con
Dolly Parton en una fiesta a la que asistieron juntos en casa de Michael
Douglas, la señal definitiva de que lo suyo con el actor de Virginia no sería
nunca más que un romance pasajero. Siempre le quedarían el Oscar y la
experiencia.
En su biografía, Grant también se ocupa de estrellas como
Grace Kelly, ya convertida en alteza real del principado de Mónaco, la vida que
eligió después de una sólida carrera cinematográfica en Hollywood. Grant
conoció a Gracia de Mónaco en 1977, después de recibir una propuesta para rodar
un programa de televisión sobre su figura.
Cuenta que la actriz y princesa no reveló detalle alguno
personal sobre su vida en cámara, pero que por detrás se decidió a compartir
parte de lo que estaba pasando tras el giro radical que había dado su
existencia. "No tenía amigos en Mónaco, y las mujeres en las familias
reales, aquellas que estaban en la corte, eran muy críticas con su estilo libre
americano", recuerda.
Grant supo siempre rodearse de gente importante, exprimir al
máximo una vida de cine. Ahora, dice, ya solo tiene ganas de recordar.
Pese a que trabajó duro para lograr las tres nominaciones
que posee, Grant reconoce que fue una niña privilegiada en sus años en el Upper
West Side de Nueva York.
Hija de inmigrantes judíos, su sólo propósito en la
vida fue formarse en los mejores colegios para ser alguien grande en la vida, y
admite que sus padres la trataron como a una princesa.
Con solo cuatro años
debutó en un espectáculo de la Metropolitan Opera y con 11 se incorporó al
American Ballet. Sin embargo, era una actriz dotada y pocos años después se
apuntó al Actors Studio de Nueva York con la intención de hacer cine y
televisión.
Sólo el Comité de Actividades Antiestadounidenses logró
frenar sus ímpetus durante más de una década, apartada de la industria por
estar casada con el guionista Arnold Manoff, a quien defendió siempre a capa y
espada como padre de sus dos hijos.
Grant se tuvo que refugiar en el teatro,
dando incluso clases de interpretación, hasta que logró sacudirse de encima la
presión de la caza de brujas y volver a trabajar. Por suerte para ella, sus
mejores años, con las nominaciones al Oscar por El casero (1970) y El viaje de
los malditos (1976) aún estaban por llegar.
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