El miedo y el dolor

Juan José Padilla, torero de una pieza, aunque los toros han estado a punto de desguazarle en muchas ocasiones, ha vuelto. Bieeen; y ha salido indemne. Muy bien. «Una cornada terrible», me decía el doctor Val-Carreres, que fue el primero en atender su cara destrozada en la enfermería de la plaza de toros de Zaragoza; un parche en el ojo, y ¡hala!, a asomarse otra vez abismo. Hablar de dolor o de miedo no es cosa de conceptos; es hablar de sentimientos. Escribía Rubén Darío, «dichoso el árbol que es apenas sensitivo (…) que no hay mayor dolor que el dolor de estar vivo, ni mayor pesadumbre que la vida consciente».

Vale. Pero el dolor no es literatura, no admite metáforas ni lirismos. El dolor duele, avisa. Es algo muy concreto; una sensación de horror a lo que vendrá después de las primeras curas; la calentura de la herida, el boquete de sangre, la carne mancillada, por donde se va la valentía de ser hombre y torero. ¿Cómo enfrentarse al dolor cuando se repita, qué conjuro nos salvará de esa amenaza? Porque volverá, es seguro, y no sabemos cuándo; volverá con el sabor inesperado de un trago de mal vino.

Lo malo no es la cuchillada del asta o las pequeñas cuchilladas del bisturí inclemente. Lo peor es el miedo a tener miedo. Lo peor es la pesadilla, que siempre denuncia una realidad feroz o la peor parte de una realidad. A Padilla lo hemos visto colgado de los pitones de un miura, abierto en canal por un derrote seco.

Hay en esa naturaleza de torero, algo superior a la idea de dolor: el destino heroico del sobreviviente. El espejo le devolverá cada mañana y cada tarde la cornada de Zaragoza; un parche en el ojo y ya no podremos llamarlo bandolero de Sierra Morena, por las patillas, sino pirata y bucanero, por el ojo vacío; legiones de fantasmas revoloteando dentro de su cabeza; fantasmas armados de cuernos, pitones asesinos: la Santa Compaña del insomnio. El miedo al miedo, el dolor de sentir dolor; una enigmática filosofía del sufrimiento sobre despojos de alamares, sedas y oros barnizados de sangre. 

En la controversia inquietante de toda cicatriz, en el tacto áspero de los costurones pespunteando un cuerpo, combaten ejércitos de ángeles y legiones de demonios. Los primeros, falsos, apaciguan con un consejo vano de resignación; los segundos, verídicos, alzan banderas de rebeldía. No hay resignación: hay insurgencia y ganas de volver a irse al pitón contrario. La vida es lucha sin cuartel, sin más pendón que la autoestima y el orgullo de existir. La carne de perro que se atribuye a los toreros es solo la negativa a extinguirse en la devastación de la herida. Las cicatrices empiezan a ser luz cuando dejan de ser medallas. Padilla está de vuelta. ¡Bien, torero!

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